En favor de la Lectura

“Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros”.

JORGE LUIS BORGES.

Si en días pasados quien esto escribe no hallaba motivo alguno para tomar la pluma o pasar los dedos por un teclado, hoy, no resistiéndose al empuje de “la diosa franqueza”, se ve en la obligación de admitir la necesidad de leer: una necesidad apremiante, urgente, imperiosa.

Si el hecho de escribir se me figuraba condenado a caer, una vez tras otra, en los abismos del orgullo, la vanidad, la ambición y aun la necedad, afirmo, en cambio, que leer es otra cosa.

Todos los motivos que sustentan la lectura me parecen nobles, encomiables, deseables y necesarios. Leer es un ejercicio vital completo. Es el mecanismo, complejo y ambivalente, de hacer y deshacer; la facultad divina de crear y destruir por igual. Leemos y se nos concede la capacidad de hacer reversible el tiempo: lo adelantamos, lo estancamos, aceleramos su curso o lo destruimos, acabando con la coordenada que da soporte a la humanidad. Extrañamente, paradójicamente, nos sentimos vivos, más vivos que nunca, en un tiempo suspendido, inexistente, el tiempo de la lectura: “Lee para vivir”, aconsejaba Gustav Flaubert.

Y así, sin línea histórica que nos precise y contenga, conocemos, aprendemos de todo, de todos y, principalmente, de uno mismo. Descubrimos y exploramos mundos propios y ajenos; pero también creamos universos particulares en donde, evadiéndonos de la realidad inmediata, nos refugiamos para afirmarnos o, tal vez, para dejar de ser lo que somos: “Todo está en los libros”, preconizaba, hace años, un celebrado slogan de cierta campaña cultural.

Como resultado concreto de la experiencia de ser leído, el libro nos proporciona crecimiento personal, aviva la inteligencia, excita la imaginación, nos regala sueños sin límite, libera de pesos y cadenas, brinda amistades, amores y ternuras incondicionales a quien no los tiene, sustituye la fealdad por la belleza, nos hace reír, enjuga la lágrimas y, como el instrumento mágico al que aludiera Italo Calvino, destierra las sombras del desamor, de la desesperanza y de la soledad.

Pero, a pesar de que la lectura es capaz de dispensar estos y otros muchos pródigos y milagrosos dones, más de la mitad de habitantes del llamado “primer mundo”, en donde impera la ausencia oficial del analfabetismo, declara, abiertamente, no leer jamás

Claro, cómo leer en una sociedad que defiende lo instantáneo, lo “engullible”. El ejercicio de leer es de ritmo lento. Como apunta el teórico Harold Bloom, es lo más parecido a enamorase, y digo bien “enamorarse”, y no consumir al otro como si de un vino barato, finalmente de retrogusto amargo, se tratara o como un refresco de gasolinería, que casi siempre queda a medio beber en su envase, eso sí, de actualísima y colorida hojalata. Leer y enamorarse precisan tiempo, paciencia, curiosidad, interés. Disposiciones todas depredadas, o en vías de extinción en una sociedad atenazada por una desbordante prisa por llegar a ninguna parte.

Pareciera que ni el amor ni la lectura tuvieran ya cabida en este planeta. Al menos “el buen amor” y “la buena lectura”. Sobre este último rubro (el primero, mejor ni tocarlo) procedo a hacer una superficial encuesta y con asombro compruebo que una cantidad no desdeñable de jóvenes lectores, regalados, incluso, con el privilegio de pasearse por los claustros universitarios, destaca entre sus preferencias literarias los siguientes títulos: El principito ¡¡¡de Maquiavelo!!!, (¿recomendación de alguna errónea antología?), junto a El diario de Ana Frank (imagino que buscando el horno crematorio de turno), terminando por la última “novedad” (1962) Historia de cronopios y de famas (quizá para poder tildar de “cronopio”, “fama” o “esperanza” al novio, al maestro o a la compañera indigesta). No dan miedo, por supuesto, estos listados bibliográficos u otros semejantes, lo que asusta es la confusión de categorías en un lector que se deja llevar por la recomendación de los anaqueles promocionales de almacén, en donde autores y obras se mezclan en una orgía vulgar, tan anacrónica como incomprensible, en la que se sienta a Maquiavelo junto a Antoine de Saint-Exupéri frente a Julio Cortázar, que intenta hacerse oír, mejor dicho leer, entre los numerosos panfletos de superación personal.

Y menos mal que estos “despistados” lectores no forman parte de la mitad que declara (¡con orgullo!) que no ha leído un libro en su vida. En este ámbito, queda muy atrás la reflexión kafkiana de hace ya más de un siglo: “jamás le haremos entender a un muchacho, que por la noche está metido en una historia cautivadora, que debe interrumpir su lectura y acostarse”. Lo que los adultos de ahora deben interrumpir es el irreverente chateo nocturno o la programación alienante de “la caja tonta” (entiéndase TV).

Pero no todo son “pesimismos”. Esta semana, en la ciudad, se propició la ocasión de conjurar esa fatalidad globalizante en la Feria del Libro y la Lectura, en donde pudo comprobarse que todavía hay públicos que se extasían frente a lo escrito, que encuentran placer en los textos, que a través de ellos dotan a su vida de una dimensión mayor, considerando, al igual que Carlos Fuentes, que los libros son algo más que un manantial de información, que son los garantes de un repertorio de posibilidades vitales. Para ellos, para los amantes de los libros, aquellos espíritus más apasionados, más libres vaya la cita de Dostoievski: “Los libros son mi aliento, mi vida, mi futuro”. Que por mucho tiempo siga siendo así.

M. J. Sánchez

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