Arte al ojo

Arcimboldo o el festivo ingenio


Lacayos, esclavos, escuderos, cazadores con su séquito, moros del África del Norte, arqueros tártaros, un bullir de caras y de torsos cuyos tintes iban del lustroso negro de ébano a la amarillenta palidez del marfil, y de crenchas rebeldes dominadas por gorros y turbantes multicolores, entraban por una de las amplias avenidas. En el otro extremo de la bocacalle, saltimbanquis, malabaristas y acróbatas de la cuerda floja con brincos y piruetas, sus gritos en dialectos bárbaros y sus cómicas contorsiones, completaban el estético planteo de la fiesta que se había hecho habitual a los ojos de cualquier contemporáneo de finales del siglo XVI. Praga y Viena resumían el ornato, la algarabía y la gracia de ciudades que a la vez inquietas y ceremoniosas, estupendamente cosmopolitas, conformaban las luminarias del imperio de los Habsburgo.

Por allí también pasaron la astronomía (Kepler), las matemáticas (Tycho Brahe), o la filosofía y la magia (Bruno o Tritemius), pero nadie permaneció tanto tiempo, ni fue más estimado, que el arte del pintor milanés, Giuseppe (Josephus o Joseph) Arcimboldo (1527-1593). Reconocido en vida hasta elevarlo al grado de noble, amado por sus protectores, sólo conocerá la ingratitud del olvido hasta después de su muerte, por supuesto, para entonces poco habría de importarle.

Como los grandes artistas de su época, pudo vanagloriarse de ser al mismo tiempo ingeniero hidráulico, arquitecto, decorador y, sobre todo, organizador de eventos y torneos. Supo hacer del soberano de turno el alma de la festividad. Fernando, Maximiliano y el excéntrico Rodolfo, cada uno en su momento, se lo agradecieron generosamente. Engrandeció la vanidad de sus jefes montando escenografías basadas en historias clásicas o en la mitología, hizo intencionadas alusiones a la política contemporánea siempre con la idea de reforzar el poder del emperador ante la gran masa, desplegó las técnicas de su tiempo para la creación de vestidos, diversiones, juegos y mecanos originales hasta el disfraz de caballos que simulaban dragones, como la aparición apoteósica de elefantes en medio de un desfile o en el centro de una gran plaza.

El bacanal debía generar la impresión al pueblo de que Viena o Praga estaban en el centro del mundo, la constelación de naciones y de etnias que componían el imperio así lo permitía, pero no se reducía a esta función propagandística, también era una forma de evasión, conseguía que el propio soberano y sus allegados se mantuvieran lejos de las dificultades de la realidad política. Y, en ese sentido, Arcimboldo comprendió a plenitud la importancia de la manía coleccionista del imperio: el abigarramiento de imágenes, la acumulación interminable de objetos, de animales y plantas exóticas traídas desde los confines de las Indias americanas o de la lejana Asia.

El arte no era la excepción, las representaciones que concibió el pintor milanés, reflejaron esa obsesión: pintar y repetir cuantas veces fuera necesario las alegorías de las estaciones o de los elementos. Representar rostros que desbordan la acumulación de peces (agua), de flores (primavera), aves (aire), de frutas (verano), de instrumentos explosivos ( fuego), de uvas y frutos del huerto (el otoño), de animales de caza (tierra), de hojarasca y troncos secos (invierno). El mundo se pintaba, se imaginaba, enriquecido como un gran espectáculo, repleto de cambios cíclicos y armónicos.

El vínculo entre el microcosmos y el macrocosmos que los astrólogos y magos del Renacimiento pensaron debía ser el eje de los movimientos de la naturaleza, se veía en la representación del Vertumno, dios de la vegetación y la metamorfosis de la antigüedad romana, la alegoría que elevaba a Rodolfo II – emperador curioso, extravagante y esotérico - a la categoría de símbolo conservador del equilibrio entre lo natural y lo humano: uvas, mijo, tallos de espigas, melones, manzanas, melocotones, cerezas, nueces, moras, castañas, higos se sumaban o se apilaban casi por azar, para producir la figura de una especie de dios Marte, fuerte, joven y orgulloso. Un perfecto engaño al ojo: la irrupción de algo más que el rostro del emperador, la aparición del alma en medio de la lucha entre lo grotesco y lo hermoso, el resultado de la exigencia alquímica de la fusión de contrarios o de elementos aparentemente disímiles para alcanzar la perfecta armonía.


La imagen del Vertumno, alter ego del gran Rodolfo, también lo era de lo que fue el arte de Arcimboldo, es decir: el enaltecimiento de la vida como una cálida, maravillosa y extraordinaria fiesta, pletórica de color, magia y alegría.

Germán Arce-Ceballos

Autodidacta

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