Librarium

Sigifredo Esquivel Marín.

Ensayar, crear, viajar. De la tentativa como forma de arte.

Ediciones Medianoche / Instituto Zacatecano de Cultura, 2007.

El boceto y la marea[1]

El último libro de Sigifredo Esquivel Marín titulado Ensayar, crear, viajar de la tentativa como forma de arte, es una suerte de boceto. El boceto es una imagen inacabada, siempre en construcción. Las mejores obras de la plástica se deben al ejercicio continuo del boceto. El pintor ve una imagen y la quiere recrear a imagen y semejanza de su intención. Pensemos en un cuerpo. El pintor quiere pintar un cuerpo. Hace trazos desesperados, el papel sobre el que descansa su ejercicio va cobrando una forma. La forma dibujada, sin embargo, no se acerca a su intención. El pintor descubre que esa no es la idea que tenía, rasga el papel, lo arruga, lo rompe, lo tira con coraje. Se levanta de su sillón, camina por la habitación, ve sus manos, quiere que sus manos cumplan el papel de súbdito, de obediencia ciega. Que sus manos lean sin errores lo que tiene en su imaginación. Vuelve a sentarse, lo único seguro que tiene el pintor es su sillón y su intención.

Repite el ejercicio agregando nuevos trazos, la mano se adelanta súbitamente. Es veloz, termina un primer boceto, la mano se adhiere al boceto, no quiere renunciar a él, porque es su creación. El pintor se da cuenta que se ha acercado a su intención. Tiene frente a sí una imagen llamada boceto. La contempla. El boceto es sujeto de contemplación. El pintor se aleja y lo observa desde otra perspectiva, en la lejanía recuerda que ha olvidado el inmenso mar, no puede renunciar a él. Con enojo va y corta milimétricamente con un cúter el boceto: primero las piernas, después la cadera, termina con el rostro inexpresivo. Olvidó la presencia del mar. Imperdonable.

Piensa que su intención no estaba acabada. Se sincera consigo mismo. Sigifredo se dice, esto es inacabable. Nunca podré tener plasmado en un boceto la una imagen semejante a la que imagino.

Sin embargo, reintenta. Se sienta nuevamente en lo único seguro que tiene: su viejo sillón. El sillón lo reconoce, como si fuera parte de su cuerpo. El pintor, bajo un nuevo aliento, decide —desde el inmenso mar— reiniciar el boceto. Al principio de la aventura siente un miedo incomprensible, el miedo hace que se tambalee. Sigifredo cae, se marea, pero vuelve a sentarse en su viejo sillón. El agua es movimiento y el pintor no acaba de acostumbrarse. Es difícil acostumbrarse porque el pintor también es movimiento. Su miedo radica no en el naufragio, sino en no darse cuenta que está en movimiento. Se recuerda que él es movimiento, que su sillón viejo por más que permanezca sobre un suelo firme, está en movimiento. Cómo entonces detener el lápiz para hacer su boceto. Este ejercicio mental le lleva algunas noches naufragando en el insomnio. No lo puede resolver. Hasta que finalmente se da cuenta que no es posible resolverlo. Entonces, lo acepta. Acepta la idea del movimiento: no sólo la del oceano mar, sino la del propio dibujante, el suyo. Desde ahí toma el lápiz para renovar el trazo y acercarse a su primera intención. Se pregunta si es posible reflejar fielmente en una hoja su intención. Se da cuenta también que la fidelidad es una ficción. Es una lucha continua entre lo que quiere y lo que puede hacer. Sigifredo se da cuenta que esa es su lucha. Su lucha radica en hacer bocetos, nunca imágenes terminadas porque sabe que si logra terminar una, tan solo una, es posible renunciar al viaje.

Se da cuenta el pintor de su movimiento y el darse cuenta de su movimiento con los pies bien firmes sobre el oceano mar, es su condición para ejecutar, viajar, crear, ensayar. Se da cuenta que sólo así es posible ensayar, crear, viajar, tentar.

Ahora se encuentra en esta nueva condición. La mano toma el lápiz, cobra cierta autonomía, el pintor se asombra, no estaba en sus planes dibujar esa imagen. Se sorprende de lo que ve, pero más se sorprende porque él mismo es el autor de lo que ve.

Termina el boceto, que en sí mismo es interminable. Logra tener una imagen que está alejada de su primera intención y, sin embargo, no se siente traicionado. Más bien sorprendido. Consciente de ello, viaja. El pintor inicia el viaje. Un viaje sin destino y retornos continuos. No importa si es a las islas Canarias, a Machu Pichu, a Chichén Itzá. Viaja para abrir su horizonte. Otros están en lo mismo. En el viaje se encuentra con pintores de quienes habia escuchado y leído algo de ellos. Pintores que ensayan bocetos. Se siente parte de este gremio que en realidad no tiene fronteras precisas, sabe que no es ningún gremio. Conversa. De café en café inicia y deja abiertas conversaciones. Se pregunta cuándo tendrán punto final. Eso ya es lo de menos, siente un placer inaudito conversar porque es una manera de viajar, de crear, de prefigurar un ensayo.

Conversa con hombres, conversa con sepulcros. Abre uno, se encuentra con el ensayo de un cadáver exquisito. Es el enamoramiento. El pintor se enamora de los tesoros que encuentra bajo sepulcros. Sabe que puede conversar con ellos. El sepulcro es un punto de partida que no tiene un punto claro de llegada. Otros —durante cientos de años— también quisieron hacer bocetos. Y los hicieron. Con coraje rompieron hojas, lienzos, ensayaron y crearon. Renunciaron a la condición de estabilidad a pesar de que también estaban sentados en un viejo sillón. Se dieron cuenta que estaban sostenidos por un inmenso mar oceano. Supusieron —esos otros— que su viaje no terminaría, porque cuando llegaran a buen puerto, es porque otros arrebatarían su lápiz para iniciar un boceto. La mayoría de esos náufragos en realidad hacían sus bocetos sobre los bocetos de otros. Resultaba una imagen híbrida, pero nueva, nueva al fin.

La intención del boceto de Sigifredo Esquivel Marín en este nuevo libro es construir con imaginación un diálogo en el que prive la inteligencia. La inteligencia de saberse finito y a la vez atemporal; la de reconocerse aquí y a la vez universal; la inteligencia de imaginar y fusionar su horizonte temporal con la inteligencia de sus semejantes.

Estoy segura que Sigifredo, antes de editar este bosquejo, se sentó en un viejo sillón, tomó un lápiz, quiso llegar a buen puerto, y no llegó. Supo que nunca llegará, renunció a esa idea, porque llegar a buen puerto es sentir la seguridad del conformismo. Nuestro autor es mucho más allá de todo esto. Desde su viejo sillón, observa y se observa. Contempla otros sepulcros, sabe que el suyo lo aguarda y que otros abrirán con miedo la lápida para encontrar acaso un boceto, siempre inacabado. Sigifredo con este nuevo título no llega a buen puerto, ensaya, ensaya, ensaya… Sólo así, está seguro de lo que significa el peso del viaje y la vuelta a la marea.

Mariana Terán



[1] Texto leído, por partida doble, en las presentaciones del libro que tuvieran lugar en el Ex Templo de San Francisco en Pinos Zacatecas el 29 de mayo y en la Novena Jornada Editorial en el Patio de Rectoría de la UAZ el 11 de junio del presente año.

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