Artes extremos y otros excesos


Los invisibles


Están ahí y a la vez no están. Se les ve ausentes, imperceptibles. Adentro no hay nada, todo está hueco: tripas, entrañas, esperanzas. A veces mendrugos de pan, alcohol, resistol o thíner.
El hambre produce más hambre y la miseria reproduce más miseria. Los que tienen para comer, vestir y beber, dirían que lo suyo es melancolía o pereza. Empero ni siquiera hay sufrimiento, es un gasto de energía imperdonable. Aunque pueblan la tierra, microorganismos numerosos, no existen para el censo, los bancos y las tiendas, ni siquiera para los políticos o ministros religiosos. Tiene que suceder algo espectacular para que uno o algunos obtengan sus quince segundos de redención televisiva –debido a la explosión demográfica, cada vez tienen menos rating. En suma, no existen.
Son también los inefables, exponen la injusticia como un misterio escandalosamente visible e inescrutable. Si tuvieran agallas, fuerza y palabra, bien pudieran asentir el juicio del nazareno de que su reino no es de este mundo. Su universo impenetrable se resguarda herméticamente para los otros. Carecen de soberbia, no tienen el vigor suficiente para afirmar su absoluta despreocupación. Seguidores del estoicismo sin saberlo o pretenderlo, permanecen indiferentes ante su propia indiferencia. ¿Qué caso tiene la vehemencia cuando se ha nacido desahuciado? ¿Cómo corregir lo incorregible? En el grado cero de la insensibilidad, no se permiten sentir ni expresar nada. La vacuidad que transmiten hace que la indignación que pudieran suscitar se vuelva apatía o tibieza indulgente.
Intocables e inaudibles, hay quien asegura que su existencia ha sido efecto de un delirio colectivo. La mera hipótesis de su posibilidad es una afrenta al orden natural, social y divino. Y sin embargo, es una de las hipótesis más plausibles para entender el origen de la riqueza y del infortunio.
Peregrinación sin origen ni fin, no van a ninguna parte, tampoco vienen de algún hogar o terruño. Nadie los espera o extraña. Su viaje es inmóvil, por más correrías que emprendan siempre están en el país de la carestía; la indigencia no tiene carta de ciudadanía.
Muy pronto aprenden que todo es inútil o no tiene caso. La mayoría se ejercita en el arte del olvido. Unos cuantos, los más desesperados o tercos, amaestran la ensoñación diurna. Ni siquiera intentan recomenzar sus vidas. No tienen vida, tampoco están completamente muertos. Solo están. Nada hay fuera de sus miradas. Pero sus miradas ya no miran, han hecho invisible al mundo que un día los parió. Como si un dios maligno y todopoderoso vomitara sobre la faz de la tierra, y para lavar su culpa, torpemente, la borrara en el mismo instante de su nacimiento. Empero queda la huella. Están ahí en calidad de invisibles, y acaso para nuestras buenas conciencias en calidad de indeseables. (11 de mayo del 2007)


Sigifredo Esquivel Marín


[Del libro Artes extremos y otros excesos cotidianos, obra en preparación]

No hay comentarios: