Cartografías imaginarias

(Zacatecas de la ciudad real a la ciudad imaginaria y viceversa)

(Primera entrega de tres partes)


I

La ciudad no existe. Sólo existen las ciudades imaginarias, imaginadas, vividas, padecidas, soñadas, amadas, odiadas, pero siempre surcadas por los pasos de algún transeúnte. Mi ciudad no es tu ciudad sino por efecto de aglomeración o ventas de pretemporada; el consumismo quizá sea uno de nuestros últimos gestos rituales. La ciudad del taxista no es la misma que la del barrendero o el repartidor de leche, aunque los tres diariamente crucen las mismas calles.

¡Ah! ¡La ciudad, la calle!: un bosque de signos y artificios que incitan al extravío. ¡Ah! ¡La ciudad, la calle!: el embrujo y la seducción de la vida moderna. De Charles Baudelaire a Walter Benjamín la ciudad moderna es fuente y enigma de asombro y raptos. La ciudad materializa la idea de la modernidad; la ciudad moderna –quizá ninguna pero la ciudad moderna menos– no es sólo un espacio físico sino una cartografía simbólica de la imaginación, esto es: un mapa onírico. Si bien la ciudad no es reciente –hay vestigios de ciudades 3000 años antes de Cristo–, la idea de ciudad como experiencia cardinal del hombre cotidiano sí lo es.

Las ciudades modernas pueden comprenderse a partir de tres grandes campos clasificatorios: las megalópolis paraíso del placer, las megalópolis infierno de la marginación y exhuberancia monstruosa y las ciudades pueblo de la provincia. Hoy, en los confines de la modernidad, las clasificaciones se derrumban, lo rural se urbaniza y las urbes se fragmentan, diseminan, se expanden a través de una lógica delirante. No sólo una ciudad puede transformarse en su opuesto, sino que hace de la esquizofrenia su principio de realidad, a saber: la disociación y coexistencia de opuestos es una realidad al alcance de todos: desde el vendedor de periódicos hasta el burócrata y la teibolera –tres oficios emblemáticamente citadinos. La ciudad es el origen y el fin de la modernidad. Su sueño y su pesadilla más recalcitrante; de ninguna manera es casual que las vanguardias artísticas más visionarias hayan pensado la ciudad como el auténtico espacio de creación y experimentación.

Y sin embargo, por paradójico que sea o parezca, la ciudad es lo único real. La imaginación, la vida y la muerte, el sueño y la vigilia, todo, absolutamente todo se desvanece ante la certidumbre irrefutable de que la ciudad estaba antes de mí y estará después. Con mi muerte no termina la ciudad, tampoco mi nacimiento la inicia. Empero la ciudad es hoy el mayor signo de finitud: un hoyo negro que todo lo traga, lo devora, lo escupe, lo recicla y así hasta que la muerte nos separe. Todo lo confirma y lo refuta, incluyendo, claro está, estas palabras.


Sigifredo Esquivel Marín

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