VOCES

Cuento.

Llama ahora y dime...

¿Cuántos kilos quieres perder?

¡Llama!

La Cachalota dio un trago a su cubalibre, escuchó el tintineo de los hielos en el cristal del vaso. Le gustaba el sonido que se producía, como campanitas de cristal. También beber, y mucho. Tequila derecho. Cerveza. Desarmadores. Gin & Tónic. Cubas libres. Vampiros. Mojitos, mezcal. Ver videos, meterse en el gimnasio. Horas y horas sudando la gota gorda, con la esperanza de que desaparecieran las estrías en las nalgas, en el vientre, en los pechos... y escuchar música por horas y horas... y pasársela bien con la banda... y cervecear con los amigos... ahora, por la noche, en la comodidad –relativa-, de su casa, ese tiempo que la dejaba fría porque no estaba con sus amigos, sino delante del espejo del baño, mirándose de cuerpo entero quiso que éste se rompiera en pedazos y le devolviera la imagen que ella deseaba ver en ese ¡mis-mi-sí-mo! instante. Quería verse cinco tallas menos. ¡Mí-ni-mo! Delgada. Súper delgada. Mega delgada. Deliciosamente esbelta. ¡Chingonamente flaca! Un junco... Una espiga de trigo mecida por un viento suave... Apuró otro trago entrecerrando los ojos. La mezcla bien fría de ron con refresco de cola, el chorrito de limón y dos cubos de hielo le supieron a gloria. Abrió los ojos. Lo que vio en el espejo le pegó un susto de muerte. No quería ver. No podía. En su garganta sólo estaba un grito de pugnaba por salir. No estaba preparada para ver lo que estaba viendo. Era un témpano de grasa. Un boyler Calorex. Un tinaco Rotoplas Una monstruosa imagen que no correspondía para nada con la que deseaba ver de todo corazón. Le repugnaba aquello que estaba viendo. Mirar tanta grasa forrada de pellejo le provocaba asco ¿Dónde estaba todo el esfuerzo que a diario empleaba en el gimnasio? Apretó con fuerza los párpados al mismo tiempo que llevaba el vaso del cuba libre a sus labios. Esta vez el trago fue más largo. Sus labios empezaron a experimentar un ligero hormigueo. Una cosa era bien cierta, La Cachalota nunca estaría haciendo pasarela en un desfile de modas. Le estaría negada la portada en Vogue. Desde el resumidero del lavabo escuchó un leve murmullo: ¡Pinche gorda fofa! ¡Cachalota! ¡Cachalota! Todas esas voces que escuchaba a sus espaldas. Que no la dejaban en paz. Las escuchaba en los pasillos de la Preparatoria, en los baños del gimnasio, en las mesas vecinas de los antros a los que acostumbraba ir con la banda, en la calle, en el ciber, en el supermercado, y lo peor eran las risas que acompañaban a las voces anónimas, risas contenidas y en algunas ocasiones hasta sonoras carcajadas, aquello resultaba simplemente imposible de soportar. Permaneció apretando los ojos, sin atreverse a abrirlos, inmóvil frente al espejo con el vaso en la mano. Sin resultado había probado toda clase de menjurjes y dietas, tesitos milagrosos, pastillas que inhibían el apetito, cápsulas que quemaban la grasa, fajas reductoras, aparatos mecánicos con apariencia de instrumentos de tortura medievales... Nada. Cero. Sus formas seguían igual de redondas, gordas y fofas. Bajo su piel podía sentir todos aquellos kilos de grasa bailar cha-cha-chá. Con envidia veía las fotos de las súper modelos en las revistas. En el cine el sufrimiento no le permitía gozar de las películas al ver a las actrices esbeltas como juncos y la bolsa de las palomitas iba a dar al suelo sin remedio, sus manos la dejaban resbalar y la anegaba un llanto incontrolable y, en ese preciso instante hasta sus oídos llegaban las risas y las voces provenientes de las butacas vecinas. Y la bolsa de palomitas era sustituida de inmediato por una mega caja de Kleenex. Con un movimiento mecánico llevó de nuevo a sus labios temblorosos el vaso. En el interior de su boca su lengua estaba como anestesiada, la sentía gorda y su saliva era pastosa. Llegó hasta implorarle a San Judas Tadeo una ayuda que nunca llegaba. San Judas no quería escuchar su suplica. Era sordo, sordo como una tapia. Volvió a intentarlo con el Santo Niño de Atocha con idéntico resultado. Abrió los ojos. Miró como sus lágrimas resbalaban por sus mejillas. La imagen reflejada en el espejo no le gustó. Lentamente llevó el vaso del cuba libre a sus labios y apuró de un largo trago todo el contenido. En el fondo solo quedaron girando como dados el par de cubos de hielo. Poco a poco la imagen reflejada en el espejo se fue haciendo borrosa... muy borrosa. Y las burlas iban en aumento. Hasta el muchacho que mataron en la colonia cuando salía como alma que lleva el diablo después de asaltar la vinatería “La Divina Tentación” y el dueño le pegó un balazo en la cabeza y cayó como regla justo en los pies de La Cachalota. Alzó la mirada y sonriendo le dijo quedito, pero ella lo escuchó bien claro: ¿Qué pachuca, mi gordinflas?, y ya no se movió, se quedó bien muerto con la sonrisa dibujada en los labios y los ojos bien abiertos, con un brillo que irradiaba una burlona felicidad. A la Cachalota le dio el telele y estuvo como tres días como zombi, como adolescente con celular. Al cuarto juró por los huesos de sus muertos que jamás volvería a comer gansitos, ni galletas suavicremas, chocorroles, nachos, hamburguesas gigantes, ni las dos ordenes de papas a la francesa bañadas con abundante, roja y espesa salsa catsup. El muchacho se murió contento, empuñando trescientos pesos. Durante un largo y espantoso mes La Cachalota permaneció encerrada en su casa. La imagen se había borrado por completo del espejo. En el interior del baño sólo se escuchaba un leve sollozo. Nadie, ni la misma Cachalota escucharon el ruido provocado cuando el vaso vacío se estrelló contra el piso. Los dos cubos de hielo, al chocar en el piso se deslizaron uno para un lado y el otro en sentido contrario, uno rebotó en la pared y el otro en la tina de baño. ¡Par de ases! Al día siguiente, a la Cachalota la encontró su mamá en el baño. Se había colgado del tubo de la regadera con un trozo de soga, el que usaban todos los años en las posadas para colgar en el patio la piñata. No pesaba nada. Era el puro esqueleto forrado con pellejo. Estaba desnuda. La piel blanquísima, casi transparente. Tenía los ojos muy abiertos y enmarcándolos, unas ojeras negrísimas; una mosca, enorme, agitando el gris verdoso atornasolado de sus alas salió del interior de una de sus orejas y caminó por la mejilla como un tatuaje trashumante. La Cachalota estaba mordiéndose la lengua amoratada. De la regadera una gota de agua caía rítmica, monótona, en su nuca.

(De el libro inédito. Es solo una larga cornisa que da la vuelta a la nada)



Alberto Huerta

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