De Simulaciones y “Neosituaciones”

“En un lejano país, hace muchos, muchos años vivía un Emperador que no pensaba más que en estrenar trajes. No se preocupaba por sus obligaciones, ni por su reino, ni por sus súbditos y sólo se interesaba en vestir ropa nueva diariamente.

En cierta ocasión, llegaron a la capital dos pícaros que se hacían pasar por ser los mejores sastres del mundo. Su habilidad mayor consistía en tejer una tela, fina y magnífica, que tenía la particularidad de poder ser vista y admirada solamente por aquellas personas muy inteligentes, siendo invisible para quienes no lo fueran.

Enterado el Emperador, no dudó en encargar todo un nuevo vestuario confeccionado con esa tela mágica, pagando, de antemano, grandes sumas de dinero a los falsos sastres, quienes, instalándose en palacio, fingieron tejer y coser afanosamente día y noche.

Impaciente por comprobar los resultados, el Emperador envió a inspeccionar el trabajo primero, a un lacayo, luego, a su secretario particular y, por último, al Primer Ministro del gobierno. Ninguno de ellos vio nada en el telar pero, por miedo a declararse irremediablemente estúpidos y no aptos para el cargo que ocupaban, todos alabaron la calidad de las inexistentes prendas con expresiones como éstas: ¡Oh, son bellísimas! ¡Muy elegantes! ¡Vaya elaboración! ¡Qué maestría!

Finalmente, los bribones llevaron sus atuendos invisibles al Emperador. Éste, que tampoco veía ropa alguna, calló y aparentó vestirse contemplándose en el espejo, que le devolvía la imagen de un hombre, obviamente, desnudo.

Por miedo a perder su corona, continuó en la simulación y se aprestó a desfilar frente a su pueblo, para que todos “pudiesen admirar” su “nuevo traje”. Labradores, artesanos, banqueros, maestros… hombres y mujeres pudieron ver la desnudez de su Emperador, pero, queriendo hacer gala de su “inteligencia”, ninguno osó denunciarla.

Por último, un niño que asistía al solemne desfile se atrevió a gritar públicamente la verdad: ¡Pero si no lleva nada! Al grito siguieron las carcajadas generales… Mientras tanto, los falsos sastres, cargados de riquezas, escapaban del reino rumbo a otro “objetivo”.

Hace casi doscientos años Hans Christian Andersen (Odense 1805-Copenhague 1875) criticaba la vanidad y el orgullo intelectual con este espléndido relato, en perfecto equilibrio entre la realidad y la fantasía, el drama y la comedia, la ingenuidad y la perspicacia; entrando con él por la puerta franca del mundo infantil para llegar a las intrincadas mazmorras de la mente adulta.

Este cuento es un buen ejercicio de meditación, que ubica y reubica nuestras aspiraciones y enseña que no se es menos valioso por no estar allí, en primera plana, en la cresta de la ola, en la vanguardia, sino por reconocer las limitaciones propias y ajenas, celebrando lo verdaderamente loable y sabiendo rechazar lo falso, por muchas recomendaciones, controles de calidad y avales institucionales que lleve. En contra de lo que pareciera, no es esta un reflexión contracultural, sino la apuesta decidida por etiquetar sólo de “cultural” a aquellos productos que sirven para que una sociedad sea más auténtica, más sabia, pero sobre todo más humana, incluso corriendo el riesgo de quedarnos solos con el archivo vacío.

Desde hace dos semanas, en el desasosiego encontrado de salvarme en la escritura, sigo buscando, con el candil de Diógenes y el espíritu de Lot, en la bíblica y a la vez proustiana Sodoma, algún “justo” que rescatar… Y desciendo, sin compañía, a los círculos infernales del Internet para intentar hallar, morbosamente, lo confieso, argumentos en pro de escribir entre los que se exhiben en ese paradigma de estolidez que son los “blogs” (tristemente aplaudidos por los jóvenes y aún por los no tan jóvenes que, no saciados con la vivencia de su propia juventud, juegan, para seguir con Proust, à la recherche du temps perdu” o, siendo exactos, “a la sombra de las muchachas en flor”). En ese territorio satánico, leo “razones” del siguiente tenor “académico”: “es chido tener un blog” (¿¿¿chido???); “puedes llegar a ser famoso” (¡la fama, máxima aspiración personal!); “para mostrar a todos las fotos de tu cuerpaso” (con falta de ortografía incluida, por lo demás… sin comentarios); “es un lugar ideal para tu ego” (perdón, pero no entiendo aquí la reducida semántica de esa ciclópea palabra latina), “tu amigo/a tiene uno y tú no quieres ser menos” (¡bueno!, por fin algo maquiavélicamente justificable), “Para decirle ¡hola! al mundo”. ¡Ah!, este es, sin duda, el mejor de los motivos. De eso se trataba: de comunicarse, pero a lo grande, a lo divino, en la paronomasia del “urbi et orbi” (sic). No puede decirse que ésta no sea una actitud abierta, generosa, de asombrosa οἰκουμένη: desparramarnos en todos, fusionarnos con la humanidad, en la red. El “blog” es un nuevo “cuerpo místico” en el que, integrados, nos salvaremos. Por el contrario, el que no tenga uno se condenará eternamente. Paradojas neomodernas. Un estilo de redención acorde con los tiempos. Otra teología, más grande que las pretéritas, no tan “chidas”.

Pero en este ejercicio de masoquismo aún aprendo (piénsese, por un segundo, en el genial grabado de Francisco de Goya), aprendo, sí, dos nuevas y, al parecer, “imprescindibles” palabras: “blogging” y “blogsfera”. Confieso que no las conocía. Y me pregunto cómo he podido vivir tantos años fuera de ellas, cómo he subsistido en un planeta llamado tierra y no en una “blogsfera”.

Y así, me sumerjo, esta tarde, en la duda de elegir entre ensalzar las nuevas vestiduras de todos los emperadores del mundo (internautas incluidos), resignándome, en secreto, a la ceguera de mi estulticia que me impide apreciar “lo elogiado por todos”, o manifestar abiertamente: < ¡Pero si no lleva nada!>>, aunque mi voz no se escuche en el populoso cortejo de la vía pública, sino que clame, como puede esperarse, en el más deshabitado de los desiertos.


M. J. Sánchez

*NOTA: Esta columna toma en préstamo su título de la estrategia empleada por los más exitosos empresarios y economistas de este planeta, que enseñan cómo, a veces, se consiguen mejor los objetivos de forma indirecta. Tal vez desertando del oficio… Tal vez así…

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