Nicolás Poussin o la serenidad apolínea

Al barroco se le ha estudiado como un estilo artístico caracterizado por la fuerza y la pasión de su expresión, la búsqueda inusitada de infinito trascendente, el horror al vacío, eludido mediante el abigarramiento de figuras con las que se cubre hasta el más mínimo espacio, lo cual no impide que el exceso y la desmesura de sus imágenes desborden la sensatez de la propia conciencia y la lleven a rebasar los límites de lo racional.

Nicolás Poussin (1594-1665), catalogado como un representante del barroco francés en su expresión neoclásica – extraña mezcla de dos estilos opuestos que hacen los historiadores del arte –, se caracteriza por haber hecho lo contrario. Aunque debe anotarse que no fue siempre así, sus Bacanales pintados por encargo del Cardenal Richelieu en Poitou, demuestran que su pincel atravesó con creces las sendas del sensualismo dionisiaco. Lo prueba su interés por atrapar las expresiones y emociones de los personajes, los affetti y el lenguaje alegórico que caracterizan la obra de juventud. Mas el artista que plasma a Orfeo y Eurídice es un maestro del rigor, de la solidez en la estructura, la firmeza del trazo, la bella repartición de sombras y de luces en el cielo, con lo cual demuestra el estado vital al que ha llegado, no sin esfuerzo: la madurez y el equilibrio apolíneo.

Obras como Polifemo, Hércules y Caco o Paisaje con San Mateo y Paisaje con San Juan en Patmos, - todas realizadas entre 1648 y 1650 -, permiten percibir el sentimiento del artista que logró huir de la feria de las vanidades de la corte francesa, refugiándose en la vida tranquila y relativamente apacible que encontró en Roma, plasmando esa situación anímica, quizás la cima de la serenidad estoica, en la recreación del mito de Orfeo, concibiéndola como la alianza entre la naturaleza y el hombre. En ello, Paussin, radica la esencia del neoclasicismo: en hacer que al hombre que hace la historia, la naturaleza lo premie con un visado para viajar a la eternidad.

Gracias a ello no es difícil imaginar lo que debía estar sucediendo en aquella tranquila tarde, cuando Orfeo cantaba acompañado de su lira, mientras las ninfas se bañaban. El ambiente dulce del himeneo invadía el bosque, el candor, la sensualidad rebosante, el claro cielo, el ritmo suave del viento conformaban un paisaje idílico. Y de un momento a otro, irrumpe Eurídice, la recién desposada mujer de Orfeo. Acababa de ser mordida por una serpiente en el bosque, cuando huía de los lances del pastor Arístides, por lo que apenas avisa con la palidez de su rostro sobre la tragedia que se avecina. Además, detrás del drama principal otra acción se divisa en el paisaje: un incendio se declara en el castillo y el humo oscurece el cielo.

Poussin concibe la historia de Orfeo en la campiña romana. Ubica algunos lugares simbólicos de la Ciudad Eterna: la Torre de la Milicia y la torre inspirada en el castillo de San Angelo, en la forma que debía tener cuando era el mausuleo de Adriano, las cuales se encuentran atrás del Puente Milvio. La pesadez del humo producido por el fuego que devasta el castillo cubre de nubes el paisaje. Mas, desde el fondo, en forma diagonal, el brillo de la luz cae siguiendo el doble efecto de sombra y claridad que se observa vívidamente en la torre incendiada.

Contrario a otras obras de Poussin, generalmente sombrías, a causa del efecto producido por la capa roja que reposa bajo los colores, Orfeo y Eurídice guarda toda su transparencia. La intención es clara, no ceder a la conmoción que puede provocar el mito, – al fin y al cabo la desventura de Orfeo y su viaje al infierno pagano fue la base de los llamados ritos órficos o subterráneos entre los griegos – con lo que mostraba la imposibilidad de pensar lo dionisiaco como contrario a lo apolíneo, sino como complementos inseparables aunque no simultáneos: a la paz le sigue la guerra; a la ardiente pasión, la serenidad; a la muerte le precede la vida. Así, se dedica a distribuir estratégicamente todos los elementos, queriendo dar la impresión de una tarde que transcurre sin la más mínima señal de que un accidente inesperado fuese a perturbar radicalmente la armonía de la escena y el destino de los protagonistas. Sin embargo, poco a poco van surgiendo las señales que anuncian la mala noticia: las nubes oscuras, el humo del incendio, el rostro de la ninfa que pesca y gira su mirada inquieta hacia donde se ubican los personajes centrales. Los elementos se van juntando hasta ir generando la sensación de una amenazante tormenta.

El artista muestra a Orfeo ignorante de que la mujer que se acerca, a la que ama, desaparecerá en un instante. Desconoce que el grado al que llegará su desesperación lo arrastrará hacia los confines del Hades en su búsqueda; que una vez rescatada la volverá a perder, que pasará el resto de sus días – la eternidad – cantando en las puertas del Orco, que “dos veces vencerá al Aqueronte, modulando tono a tono con su lira...los suspiros de la Santa y los gritos de la Fe”, como dijera en versos desesperados el patético Nerval, tan distantes de la pasmosa calma de aquella tarde tranquila que imaginó Poussin, en la que nada – ni la felicidad – debía haber acaecido.

Germán Arce-Ceballos

Autodidacta

Zacatecas, septiembre de 2007

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