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Escribir, por qué… Escribir, para qué

Esta columna nace hoy sin intención alguna, sin pretender descubrir “mediterráneos” –tantas veces redescubiertos a lo largo de la Historia-, sin proponerse mitigar ausencias, llenar espacios, recordar presencias, afianzar posiciones… Creo que, contrariamente a todo lo anterior, se origina desde la dimisión, desde la renuncia, desde un preconcebido y precoz desistimiento.

Pero debo escribir (prometí hacerlo) y emprendo la tarea en negativo, ese territorio en el que me encuentro à mon aise, bajo la presión del horror vacui que tantos soportes en blanco y tantos silencios me ha obligado a rellenar y a romper en mi vida de manera apresurada, agitadamente.

Empezamos mal. Este pareciera ser un preludio de inconformidades, una obertura para los descontentos permanentes, permanentemente descontentos.

Hay tantas razones para no hacerlo, para no escribir, que me abruman. Y leo, con envidia (con sorprendimiento), a los defensores a ultranza de lo escrito, que proponen un sinfín de argumentos, tan elevados como pueriles. De todas las clases y para todos los gustos. Aquellos amanuenses de las palabras que buscan el texto perfecto –o, peor aún, que creen haberlo compuesto- paralizan, hasta la suspensión vital, mi habitual maltrecha estima propia. Existen muchos, demasiados.

Así, busco ratificaciones en el exterior. Busco complacencias y complicidades, hasta esconderme tras un príncipe de las letras contemporáneas y del anti-pensamiento como es Émil Cioran. “El sabio no produce… No ser sabio es la fuente de producir”, afirma lapidariamente, derribando de un plumazo a todos los ídolos contemporáneos de la autoría, arrasando, con este renglón justiciero, a cuantos criterios, requisitos, perfiles y curricula pueblan el imperativo mundo académico, arrancando, de un certero mandoble, superpuestas colgaduras, disfraces y atavíos prestados, desenmascarando a los falsos sastres del Emperador, poniendo en evidencia la desnudez de muchas inteligencias, de muchas almas, talando, sin compasión, el bosque de plumas que, en una paradoja antiecológica, amenaza ya con asfixiarnos.

“El sabio no produce… Si lo hace (continúa Cioran) peor para él”.

Por muchas terapias que pudiera hacer de “sentimientos valorativos” y cursos de “liderazgo socio-cultural” que siguiera (entiéndase, incluso de composición literaria), nada me convencería más que está simple certeza: “El Sabio no produce”, se atreve a defender Cioran en plena era post-industrial. Definitivamente, escribir no es lo mío.

¿Cómo escribir cuando se es inmune a toda la serie de categorías expuestas por el periodista y escritor de oficio Eric Arthur Blair, más conocido como George Orwell, que propugnan la defensa de la escritura? (el egoísmo agudo, la seducción estética, el impulso histórico, el fundamento político…).

Mostrarse como, parecer (sobre todo sin serlo), un avezado conocedor de aquello de lo que se escribe lejos de proporcionarme un porqué me horroriza hasta el extremo de sucumbir en una crisis de hiper-responsabilidad. El placer estético que pueden causar las palabras hábilmente combinadas (su sonoridad, su ritmo), la elección y posterior exhibición pública de un tema preferente, me resultan una experiencia tan privada como impúdica. Mi deseo histórico prefiero saciarlo en los más recónditos archivos y empolvadas bibliotecas que en las guardas y contenidos de finas ediciones, muchas de ellas flor de un día, a las que, en este mundo de supermercado, aguarda, tarde o temprano la hoguera inquisitorial del olvido. Conducir, convencer, ni por asomo va conmigo, como no iría ninguna clase de proselitismo, ninguna acción de masas.

Nada de esto me persuade. Tampoco la franca confesión de autorizada vanidad de todo un Premio Nobel de Literatura, como André Gide, cuando dice: “Escribo para que me lean”. ¿Contar con los otros? No. Menos aún.

Regreso a mi filósofo predilecto: ”Todo lo que he escrito son estados de ánimo o mentales, podríamos decir. En todo caso, lo he escrito para liberarme yo de algo. Por consiguiente, considero todo cuanto he escrito no como una teoría, sino como una auténtica cura para mi propio uso. La idea preconcebida de mis libros procede de que no puedo escribir sino en cierto estado. Escribo en lugar de golpearme…” (Cioran).

Pero hay algo incompleto en la cita. Al fragmento anterior le falta una minúscula, y no menos reveladora, addenda: “Escribo en lugar de golpearme –decía- Escribo (se entiende) en lugar de cortar cabezas”.

Nada que añadir. Únicamente, al final de este pequeño soliloquio, reconocer una insignificante falsedad inicial, es la siguiente: Sí tengo una intención para escribir, todo esto y lo que pudiera derivarse, sí un principio, pero nada que se perciba lineal, nada teleológico, sólo un “principio de oblicuidad”.

M. J. Sánchez.

*NOTA: Esta columna toma en préstamo su título de la estrategia empleada por los más exitosos empresarios y economistas de este planeta, que enseñan cómo, a veces, se consiguen mejor los objetivos de forma indirecta. Tal vez desertando del oficio… Tal vez así…

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