Colaboración Especial

Zacatecas: Estampas astronómicas y de lírica medular

a Amparo Dávila

Sicut lilium inter spinas sic amica mea inter filias.

Canticles, II, 2.

De extremo a extremo la ciudad se adormece en una niebla malva y densa. Viéndola hundirse en esa majestad suasoria me acuerdo de Homero, cuando mienta a la Aurora, de rosados dedos; o de aquel libro del seiscientos de Matías Agricio que se intitula Elogio de la aurora —del cual pronto hablaré— y advirtiendo como se alza aquí y allá el teatro Calderón, la Plaza de Armas, el Palacio de Gobierno, las plazuelas, las recias torres del templo ex jesuita, me acuerdo también de aquel pasaje de la Política de Aristóteles en que asigna las consideraciones propias de una ciudad planificada que a su juicio eran o debían ser salud, defensa, belleza y la conveniencia para la actividad política. Pausanias, que no se andaba con gentilezas de ninguna índole, negó una vez la calidad de ciudad a una que lo reclamaba y que no era más que un conglomerado de chozas asidas a unas peñas, sin plaza pública, sin teatro, sin acueducto que llevara el agua cantarina a alguna fuente. Zacatecas era una ciudad hace cuatrocientos años y lo es ahora... Así lo dice aquella Relación de 1608, cuya mano anónima y algo basta, escribía: “La traza de esta ciudad es la ordinaria de otros pueblos medianos, dos plazas y tres calles principales y en ellas cuatrocientas casas poco más o menos, y las casas de cabildo.”

Contrario a lo que dicen muchos autores cuando describen la ciudad tildándola de estéril, con llano estilo y peor imaginación, otros hay que la dibujan sobrepuesta a esa esterilidad geográfica y natural aduciendo que otros dones le fueron concedidos al lomerío zacatecano. Lo de estéril es relativo. Yo diría —y en esto me apego a ese preciosista del idioma y de la imaginación como lo fue don Alfonso Reyes— que no pocos paisajes mexicanos gozan de una esterilidad aristocrática (recuérdese El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX). De esa jaez es la topografía urbana de Zacatecas y las extensiones de lomeríos por los cuatro vientos, la soberbia elevación del cerro de la Virgen y la planicie que se extiende por el oriente hacia la populosa ciudad de Guadalupe.

Acaban de dar la dos de la madrugada en el horologio de la catedral basílica. Camino hacia El Vergel, ya he pasado la Plazuela de García y me acompaña la cháchara de la lluvia anunciada con las frondas de la arboleda fragante del Jardín de Niños. He pensado cómo serían los días húmedos de junio en Nuestra Señora de los Zacatecas en aquellos otros cuando el conde astrónomo hurgaba en las estribaciones y planicies perentoriamente exactos de la caligrafía de los libros del Cabildo del siglo XVI, cuya arca de tres cerrojos y tres llaves en que se guardaban los archivos espabilaban el celo con que los nuestros respetaban el tránsito del tiempo y la vanidad de la memoria. Quizá las paredes húmedas le urgían a apurar el chocolate o el agua serenada con la misma presteza con que se levantaba, dando el toque del alba, a rezar sus horas. Quizá el repiqueteo de la lluvia en la tierra de los techos y en la piedra del patio acompasaban el tórrido flujo sanguíneo que iba del corazón al cerebro y del cerebro a la mano y dedos, apenas tibios, que signaban el tránsito de días mejores, según que le apeteciera al genio que gobierna la ciudad expandir la virtud de sus emanaciones sobre la cañada silenciosa y melancólica. Quizá en un día como estos, en el día de san Juan Bautista, le haya venido a las mientes el componer las razones no genetlíacas sino astrodiceas del por qué la ciudad pende de los desacatos y de los dictados del cielo. Imagino al clérigo noble, al clérigo viudo, al clérigo culto, ayudado de un bastón de caminante y a su zaga un criado andar la pendiente hacia el peñón grande y observar, a medio camino y permitiéndolo la Luna llena de mayo, el ascenso esplendoroso, rumiante y casi vertical del Escorpión a la siniestra mano, según mira hacia la torre de la Parroquia y según vayan dar las dos de la madrugada. Acaso piense, mientras ordena al criado apurar el paso, en la sentencia mentirosa de Heráclito: “el camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y el mismo”.

Mi siempre dispuesto y dilecto amigo Bernardo del Hoyo nos debe si no un Elogio, sí una biografía fabulada del conde José de Rivera Bernárdez ahora que se le da fantasear sobre la ciudad que tanto ama. Él me ha dado noticias de la genealogía del conde y de algunas de sus disposiciones testamentarias. Me estremece su forma de morir; me estremece su estado final frente a los abismos de la muerte. Inmóvil está en su tálamo. No puede hablar. Dicta su testamento mediante señas. Va a morirse. En la habitación contigua están los instrumentos de medición, entre los libros empolvados cohabitan Ptolomeo, el comentario de Cicerón a Arato, Tycho Brahe, Kepler, Eusebio, Ausonio; están los mapas celestes, sus anotaciones en folios sueltos, la tinta secada en el tintero de los dolores de los últimos días. Seguramente recuerda algunos de los versos de Manrique o algún pasaje del Contemptus mundi de Lotario. Siente la seda de la guadaña de la Muerte y ve en las sombras de la habitación el ángel y el demonio que se disputan en la balanza última su alma atribulada aunque vehemente próxima a estar ya ante las agencias tributarias del rey tremendo. Repasa el Arte de bien morir escalando los emblemas de los vicios; a todos se sobrepone. Escucha, como en una ensoñación, el Dies irae y el hemistiquio de los versos fehacientes suenan al paso de la pálida muerte que pulsa con pie igual la atalaya del rey y la choza del súbdito. Teste David cum Sybilla… Una gota de cera, súbdita de la vela del candelero de plata, va a deslizarse hacia la ménsula de roble ejemplificando —por qué no—, aquel principio del impetus et gravitas. Súbditas eran de él las estrellas viandantes mientras siguió su curso y anotó sus aspectos y retrogradaciones. Súbdita era la línea del Zodíaco y los doce signos y la faja de 17 grados entre dos por donde los planetas y el Sol y la Luna se desplazan.

Ahora que Aldus Mare se empeña en hacer trascender la obra de Rivera Bernárdez, poniéndola en caracteres modernos y con anotaciones críticas, le concedo la dicha de estar yo de acuerdo con él en lo que toca a que es una descripción singular. Singular en el fondo y singular en la forma. Otras descripciones habrá afines a los temas por los que el conde se desliza. Pero es la única que sobre la ciudad existe: la ciudad de niebla en las noches de junio, la de las cañadas húmedas en agosto y septiembre, la de la Catedral sin par, la del cerro esmeraldino en los días pluviosos.

He visto los borradores de lo que quiere hacer de la descripción de Rivera Bernárdez en metros asilvados: Por dicha halle de vuestra ilustre carta/al vuelo fiarme de mi humilde pluma... He visto las anotaciones sobre la reseña astrológica pintada, según los apuntes del conde, en que describe la magna conjunción de los planetas superiores Marte, Júpiter y Saturno, en el año de 1645, a 8 de enero. Me ha dado alguna bibliografía sobre astrología en general y me vence la inquina que el mundo contemporáneo y cínico tiene hacia temas de esta naturaleza, sobrada de curiosidades y saberes. Me conmueve el racionalismo del conde. Lo imagino a la hora de la elevación en la misa matutina, apresurándose a concluirla para aprestarse a desentrañar los misterios de la astrología al uso. Y lo comparo con Vivaldi, de quien sus biógrafos dicen dejaba los oficios suspendidos por entrarse a la sacristía y anotar alguna volanda melódica venida súbitamente. Los suspicaces dicen que el conde no se guió por la astrología judiciaria por no saber calcular ni levantar cartas astrológicas. Pudo, dicen, tomar el 8 de septiembre para guiar sus especulaciones sobre cuál era el signo que se alzaba sobre el horizonte cuando Barbalonga holló la serranía de los zacatecos, y cuál el planeta que por tal hecho gobernaba a la ciudad. Yo no lo creo así. A mí me parece que estaba en el tono de Pico, si se recuerdan sus Disputationes en contra de la astrología adivinatoria, que incluye la judiciaria. Pico, en el Proemio de estas Disputationes ya hace, por ejemplo, una distinción entre astrólogos y astrónomos aunque luego cae en la confusión de emplearla indistintamente. Ataca no toda astrología, sino aquella que predice los sucesos mediante las estrellas. Dicen otros que la referencia de la magna conjunción de que habla en el punto III de la Descripción, la tomó de don Carlos de Sigüenza y Góngora, así como otras consideraciones, lo cual es cierto, pero no por ello desmerece esotra puntualidad con que asegura haber hecho observaciones y cálculos durante doce años para determinar la exacta longitud y la latitud de Zacatecas; dista la ciudad, dice, del círculo equinoccial 23° de latitud boreal y 278° 30´ de longitud “según mis exactas observaciones que en varios eclipses de luna y con fidelísimos relojes tengo ejecutadas”. Esto no da pie a sospechas. Ni tampoco otras observaciones suyas que por no parecer “prolijo” no desarrolló. Pero dijo cosas que sólo pueden comprobarse con una observación continua. El “contemplador de estrellas” (me gusta este cognomen que con gracia usó para sí Edmund James Webb, en su precioso tratado Los nombres de las estrellas) puede comprobar en efecto, que las Pléyades pasan por el cenit de nuestro cielo. Lo que no nos dijo el conde es en qué época del año podía ver con el mayor de los esplendores y en su culminación a las hijas de Atlas y de Pleyone, en los maravillosos cielos estrellados de noviembre y diciembre.

El conde duda y su método se inclina por el que le parece más racional y por el que más se ajusta a su credo de cristiano. Hasta en eso concuerda con Pico a quien Ptolomeo le parecía ser más científico que la caterva de charlatanes que predicen poniendo a modo causas y efectos. Hasta la lindeza de especular cuál sería el signo que en el horizonte de este punto zacatecano estaba cuando la Creación del mundo, me parece menos ingenua que terminante: al menos su elección es metódica, lo que quiere decir científica. A mi juicio en esta aplicación de un hombre erudito del primer tercio del siglo XVIII, se aprecia la clara distinción que empezaba a hacerse de lo astrológico y lo astronómico, términos que, como decía el profesor Tim Tester, gozaban de igual confusión hasta bien entrada la Ilustración. Pero la distinción ya predice el pestañeo de la modernidad. Rivera Bernárdez no es un astrólogo, claro está, pero sí es, en todo el sentido histórico y moderno del término, un acucioso y pertinaz astrónomo.

No me sorprende un ápice que el conde astrónomo no tenga entre la estatuaria de nuestra ciudad una que lo recuerde. Los que hemos leído su Descripción breve acaso como la unión de historia y literatura para un fin premonitorio, y luego deleitándonos ya en su estilo, ya en la profusión de noticias que logró entresacar de los archivos del Cabildo, ya en la atenta y puntual citación que hace de autores antiguos y modernos, creemos que el epíteto breve sirve de reducción al infinito... Porque siendo breve, sirve más bien de comienzo ascensor hacia el cúmulo de erudición vasto y preciso que el doliente conde, hemipléjico al final de sus días, quiso dejar a la posteridad. Pienso que tuvo la sospecha de que futuros lectores pasearíamos los ojos por donde la tinta afanosa de su pluma fluyó audaz.

Juan Antonio Caldera Rodríguez

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