Cuenteros y otras ociosidades

Avestruz

Leonardo, el grande, avistó una vez en el palacio Medici de Florencia el esqueleto de un avestruz. Pasaron años antes de que pudiera observar de cerca uno de estos prodigios, aves que no vuelan, pero que tampoco nadan, sino que corriendo sobre la tierra, dejan las huellas enormes de tres garras que tantas veces se han atribuido a los dragones. El encuentro de Leonardo, el grande, y del extraño pájaro se dio en las afueras del palacio de Cloux, donde el rey Francisco I de Francia había concentrado una colección de bestias imposibles: basiliscos cegados; unicornios furiosos por haber perdido la doncella que provocó su captura; centauros de una pedagogía milenaria; anfisbenas; dragones chinos que debatían con sus colegas europeos sobre la antigüedad de su raza; salamandras de formas cambiantes dentro de las llamas de un horno; sirenas con la boca cosida. En un aparte del jardín, rodeado por el infame laberinto del Toro de Minos, corría un avestruz macho. Sorprendido, Leonardo miró como era alimentado con hierro: herraduras añejas, clavos de diversas longitudes, y sobre todo espadas de largas dimensiones constituían su dieta. Leonardo, inspirado por antiguas lecturas del libro de Enoch, inició una conversación con el ave, esperando que el don de la palabra fuera una de los atributos que el consumo de tan difícil dieta diera al enorme pájaro. Le explicó su interés en la anatomía, pero como un derivado de la geometría y de la mecánica, su pasión secreta. Le confesó que su pintura no era sino el desarrollo práctico de sus conclusiones geométricas y de la imposibilidad de realizar todos sus proyectos mecánicos, y que al ver correr a tan dispar cuerpo como el suyo, confirmaba ciertos cálculos hechos en secreto porque contradecían la ciencia de su época, tan ferozmente guardada por Roma. También le contó que no esperaba nada de los hombres y que no tenía el valor para creer en los dioses. Por tanto le quedaban las bestias, pero que pocas de ellas podían entender la furia ciega que la creación le hacía brotar en sus sueños. Que comía mal, y dormía menos, pero que los órganos de la naturaleza no se resentían de las largas jornadas y de las hambrunas voluntarias, que podía amar sin temor a varón o chiquilla.

Por toda respuesta, el ave tomó con su garra diestra un montón de tierra, formó un montículo en su palma y cubrió su rostro con ella.

Luis Alberto Arellano

No hay comentarios: