Colaboración Especial

RAÍCES Y RAMAJES

Escarbar siguiendo el trazo de las raíces o reconocer en las ramas el mejor sitio para el nido, es emocionante labor de tuzas o de cuervos (pienso en las tuzas del llano de Huejúcar y en los cuervos de los álamos de El Marecito), y es tarea metafórica de los genealogistas, si se trata de un árbol genealógico. La empírica y crédula exploración nos lleva a delimitar raíces y frondas, ya en el campo de la alegoría. Cuando Roberto Cabral del Hoyo canta De mis raíces en la tierra, y Ramón López Velarde se reconoce así:

Soy la fronda parlante en que se mece

el pecho germinal del bardo druida

con la selva por diosa y por querida,

o regresa de la metáfora a la “maléfica” realidad del Jerez destrozado por la Revolución:

hasta los fresnos mancos,

los dignatarios de cúpula oronda;

o bien reaparecen las melenas salvajes de los fresnos que circundan el jardín de Huejúcar, raíces y ramas trascienden el suelo y los veinte metros de atmósfera para delimitar, junto con el ámbito geográfico, la desbordada cumbre del máximo crecimiento espiritual.

Necias divagaciones éstas, para venir a decir que Ramón López Velarde y Víctor Sandoval comparten raíces y frondas. Dos hijos de esta tierra, dos creadores de la belleza, se hermanan en un galardón: el Premio Iberoamericano de Poesía que otorga Zacatecas. Si López Velarde, nacido en Jerez, Zacatecas, bien pudo haber sido engendrado en El Marecito, de Tepetongo, Zacatecas, con mayor probabilidad Sandoval vino a este mundo en Huejúcar, Jalisco, pero vio la primera luz en la ciudad de Aguascalientes. Me atengo a la fantasía y dejo la responsabilidad de datos y fechas a los heroicos genealogistas. Hace unos días, dentro de las celebraciones lopezvelardeanas, se dijo por aquí, a propósito de la presencia de la zacatecana-aguascalentense Dolores Castro, que quienes han logrado una estatura incuestionable, en el arte o en cualquier otro campo, ya no pertenecen a un rancho o a una demarcación política, sino que, como Sócrates, son ciudadanos del mundo, “patrimonios de la humanidad”.

De cualquier manera, sin excedernos en las pretensiones positivistas de la Sociología de la Literatura, que encarcela al poeta en condicionamientos más o menos externos, como raza, religión, clima o momento, bien podemos ufanarnos de constituir una región estética y geográfica, y proclamar, ante López Velarde, Dámaso Muñetón, Francisco García Salinas o Víctor Sandoval: “somos de la casa”. Si Eugenio del Hoyo, otro pariente, agranda le herencia de un solar a todo un pueblo, en Jerez, el de López Velarde, además de la dimensión regional que demandamos, Víctor Sandoval, como Octavio Paz o Alfonso Méndez Plancarte, puede nombrar a Ramón el poeta de México, y Pablo Neruda y otros, el maestro de la lengua castellana. Aún más, dice Ramón:

mis hermanos de todas las centurias

reconocen en mí su pausa igual.

sus mismas quejas y sus propias furias.

Ciudadanos del mundo, pues, por derecho de conquista.

En el caso presente, el premio no deja de ser Iberomericano por el hecho de la cercanía física y espiritual de dos poetas. Tal vez el calor se iba alejando. Tal vez la mirada se iba perdiendo en la lejanía. Pedimos, pido a Víctor Sandoval, ya que está cerca de quienes deciden desde fuera, que no aparten la mirada de Zacatecas. Que nos sentimos honrados con el honor a nuestro Ramón, pero que en esta tierra no ha muerto la savia, no se han marchitado las flores ni secado los frutos. Seguimos cantando. Hay cosecha y hay oídos para todos. Es el momento de la apertura generosa.

No es difícil encontrar relación entre el epónimo y el galardonado. Aparte de la fecunda labor de difusión de la obra velardeana, Sandoval ha cultivado también al poesía propia. Es del mismo bando de Ramón. Intentar siquiera imitar la voz inimitable de López Velarde, es un afán suicida. Nos amenaza el estigma que quizá pronunció, según dicen, Alfonso Reyes: “Bienaventurados nuestros imitadores, porque de ellos serán nuestros defectos”. López Velarde cambió el tono, cambió el rumbo, revolucionó honda, festiva y preciosamente, el modo de sentir y de cantar, no a Jerez, no a la patria, sino al hombre mismo. Muchos han proclamado a Ramón López Velarde el “padre soltero de la poesía mexicana”, el que dio a la patria una visión, una sensibilidad íntima y “más preciosa”, el iniciador de la literatura contemporánea, al menos en lengua castellana. También lo pregona Víctor Sandoval: “inicia la modernidad mexicana en la literatura, con él patria se mira a sí misma” (La poesía en México, 1940-1999, p. 7); señala la herencia velardeana en “la mexicanidad y la universalidad, el contenido cívico y social, los rasgos eróticos, la fascinación por los países, el sentido místico” (Id., p. 8). Me gustaría que se profundizara más en la hondura del conflicto humano entre bien y el mal que Ramón expresó como nadie, poesía que no es concesión maniquea, que no enciende una vela a Dios y otra al diablo, sino que es martirio y placer aceptados y venerados, crucifixión y resurrección, todo resuelto en el humanísimo y bello símbolo de la mujer. No en la evasión mística que tanto desagradó a Altamirano, sino en la fruición dionisíaca de los sentidos y en la idealización apolínea y suprema de la devoción y el arte. Hablo de Ramón y hablo de Víctor, cada quien a su modo. Ramón prefiere, desde el campo o desde la ciudad, la inocencia aldeana. Por favor ya no se hable de lo provinciano como algo “bobalicón” e ingenuo, frente a lo urbano elegante, refinado y pecaminoso. Provincianos fueron los mejores escritores latinos: Virgilio y Titio Lovio, los norteños que no perdieron la enetonación, Cicerón, el de las afueras de Roma, Horacio, vecino de Mar Adriático, Aurelio Agustín, el africano de Hipona. Provincianos son la mayoría de los escritores mexicanos. El esquema imperial de la metrópoli, deje sólo las ventajas de la comunicación, edición y proyección, pero no se apropie de la capacidad creadora. “Los capitalinos somos más vivos”, dijo lamentablemente un chico de buena ropa y poca cultura. El enfoque y los temas de Ramón y Víctor son distintos. Y es el momento de hablar del estilo, que, si creemos a los tratadistas, es lo indivudual, lo que distingue y caracteriza, no lo que uniforma y estandariza. Ramón enseña a ser uno mismo. Esta lección la veo aplicada en la poesía de Víctor Sandoval. López Velarde canta desde el alma de los pueblos y las capitales; Sandoval desmenuza, penetra la estructura de la ciudades; llega a alejarse estética y sentimentalmente del semidesierto que le es vecino:

Otras sombras serán las que me habiten.

no el páramo, el desierto y su carroña,

no el polvo y su tropel de hiuzachales.

(Agua de temporal, I, p. 109).

Yo, que ahora comento, yo, que me reconozco seguidor de López Velarde, ¿tengo también mi preferencia, mi autenticidad, mi estilo? Dije en un poema sobre Zacatecas, “Altiplano”:

La patria tiene alma de montaña.

Pino, menos que roca.

Más soles que rocío.

Nunca la savia enana,

sino el inmenso polvo.

Dios hizo toda la creación y toda la belleza. A los poetas nos toca nuestro modesto fragmento, pero todo iluminado por la belleza total, manifestado en un humanismo que es de todos. También es lección de Ramón. Y, seguramente, sigue habiendo poetas porque históricamente hubo un Ramón; los habría de todos modos, pero sería distintos: patente o latente, ahí está la marca de fuego lopezvelardeana. Todos tenemos algo de su sello, “somos de la casa”. En nombre de Ramón López Velarde, bienvenido a Jerez, paisano, pariente en la poesía y en el amor: Víctor Sandoval de León.

Jerez, Zac., 18 de junio de 2007.

Veremundo Carrillo Trujillo

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