De dos a tres caídas

Crónicas de un asquel en las entrañas de un monstruo: Con sabor a Zacatecas

“Me levanto temprano, moribundo.

Perezoso resucito, bienvenido al mundo, con noticias asesinas me tomo el desayuno. Camino del trabajo en el metro, aburrido vigilo la cara de los viajeros, compañeros en la rutina y en los bostezos”

Ismael Serrano

Soy un punto más en este lugar, una partícula de polvo que provoca tos, un bicho aplastado en la tosca suela de una enorme bota, una insignificancia, una trivialidad. Camino sin cesar de arriba abajo, mi hogar es un lugar que conozco poco, mi lecho es ajeno y mi único refugio es un territorio subterráneo donde un bólido color naranja no me deja dormir aunque soy cómplice de bostezos y cabeceos de ejecutivos apócrifos malencarados. Soy la víctima temerosa de una enorme jauría de perros que huelen mi miedo a cada paso que doy, se me nota la inocencia en los ojos, en la ropa que es ensuciada por la lluvia ácida que baña la ciudad cuando Tlaloc se enfurece, mi vista se pierde ante tanto color abigarrado, ante tanto contraste de cromos que invaden mi mente. Mis ojos se irritan y el olfato se agudiza, aunque mi esencia se ha perdido entre tanto olor, ante tanta contaminación que pulula. Me siento en un lugar solitario, miro el cielo gris, después un carro que pasa y finalmente toda la monumentalidad de este monstruo hermoso. Sonrío y me digo “bienvenido a la ciudad de México”, que disparate maravilloso.

Ahora no sé cuántos días llevo acá, he perdido la cuenta. Los lunes parecen sábados y los jueves domingos. No sé cuánto tiempo paso encerrado frente a un monitor, y las horas destinadas al alimento se alteran cada vez más. Caen lluvias torrenciales que desnudan a los árboles del Paseo de la Reforma o hace un calor endemoniado que pica la piel. Pareciera raro que en un lugar así la soledad no te estruje con frecuencia, pero es que no he estado solo, no me he sentido solo. Siempre es reconfortante ver un rostro conocido o algo que te recuerde al terruño, y así fue.

La semana pasada una ola de Zacatecanos invadió la ciudad de México, parecían bárbaros que vinieron de un lejano lugar del norte a conquistar un breve espacio que se llama Coyoacán. Es raro que la gente capitalina crea que Zacatecas, la bella, sea un lugar completamente lejano, algunos no lo ubican en el mapa, otros creen a ciencia cierta que es una más de las fronteras norteñas. ¿Cómo es, qué hay allá? – preguntan unos- ¿qué haces hasta acá? –me cuestionan otros. Para ellos soy norteño aunque yo lo niegue. Pues una ola de “fronterizos” llegó para hacerme compañía en esta estancia que parece muy larga. Caminaba por el centro solo y con la cámara en mano, buscando una foto espontánea que valiera la pena, cuando mis ojos se enamoraron de un poster que decoraba una ajada pared color verde. Era una imagen panorámica del ex templo de San Agustín, lo coronaban unas letras doradas que decían “Zacatecas en mi corazón: su arte popular y su cultura”. Una agradable emoción sentí que corrió por mi cuerpo cansado. La sede de la exposición era el Museo Nacional de Culturas Populares ubicado en la calle Hidalgo del centro de Coyoacán. Sus patios estuvieron adornados por artesanías, comida típica y dulces, siendo el gran ausente el dulce de melcocha. Además había talleres de textiles, de cantera, talabartería, fibras y de escultura en papel de china y madera. Obras de teatro mantuvieron expectantes a los que visitaban el lugar, exhibiciones de documentales sobre el arte popular zacatecano. La Banda de Música del Gobierno del Estado de Zacatecas ambientó la fiesta con la “Marcha de Zacatecas” mientras Amalia sonreía y saludaba de beso a todo mundo.

Mesas redondas, conferencias, recitales de música y de canto en la voz de Sara Ortiz, pláticas sobre López Velarde, homenajes a Tomás Méndez y jarabes por parte de Los Jaraneros de Nochistlán. Los paladares de los capitalinos saboreaban con placer el “asado de novia o de boda”, la birria, quesos y se endulzaban también con el ate de guayaba, garapiñados, cajeta de membrillo, pero sobretodo decidieron calentar su garganta con el mezcal zacatecano y sudar bailando con el tamborazo hasta que el cuerpo aguantara o la lluvia los dejara. Yo estaba ahí también, oliendo los olores de mi tierra, saboreando sus sabores y bebiendo su mezcal. Al final terminé bailando con dos mujeres que casualmente se llamaban igual, Hilda, una de Zacatecas y otra del Distrito Federal. No me sentí solo, no estuve fuera de mi tierra, extrañe a la familia eso sí, pero al menos me reconfortó ver algún rostro conocido, aunque haya sido el de la gobernadora.

Alejandro Ortega Neri

“… si pudiera escoger donde enterrar mi piel, tu vientre guardará mis huesos al final tierra de Zacatecas…”

Adrián Villagómez

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