Artes extremos y otros excesos


Los melómanos I


Los melómanos son como niños en la obscuridad, presas del miedo se tranquiliza canturreando. Habitan la burbuja de dicha canción. Y esa cancioncilla esboza un centro estable en el seno del caos, y el caos puede ser todo, desde su vida hasta su mujer, hijos y trabajo. A través de la música, saltan del caos a un principio de orden sin abandonar del todo el universo caótico, jamás dejan de correr el riesgo de desquiciarse o evadir el mundo. La sonoridad musical es su hilo de Ariadna, su canto de Orfeo. Para ellos, la música (la buena música sería un pleonasmo en realidad) encarna el acto más íntimo de estar en casa, sin embargo la casa no preexiste, sino que el sonido se tiene que transformar en arte y el arte tiene que organizar un espacio y trazar un hogar. Un melómano pregunta a otro: no tenemos maderas ni tabiques, tampoco somos carpinteros ni albañiles. Y el otro responde: tenemos un sonsonete y un clavecín bien temperado de alubias. No hay música preestablecida. Saben que en la música, Ítaca sólo existe como el caminar hacia Ítaca.
Su primer mandamiento es detestar el ruido ante todas las cosas y amar la música como a Dios mismo; corrijo: la música es su divinidad en pleno acto de presencia.
Creen que la música alberga fuerzas cósmicas. Escuchan cómo en ella se insertan o brotan líneas con bucles, velocidades, movimientos, gestos y sonoridades diferentes. Los melómanos saben que somos los demás, los otros, quienes nos hacemos la ilusión de que el flautista de Hamelin engaño a los niños. Pero ¿acaso no fueron los niños, con su perversa y secreta inocencia a prueba de toda sospecha, quienes sedujeron mortalmente al flautista?
Más que amor, la música es su obsesión trágica por hacer del acto de escuchar una forma de arte. Su hipersensibilidad raya en la locura, son capaces de atisbar el menor error, la más mínima errata interpretativa. En lugar de asistir a conciertos, son buitres que asisten a un banquete. Por lo mismo la mayoría de veces no disfrutan lo obvio, lo elemental, lo que todos escuchamos. Su placer, si es que realmente se pudiera hablar de ello, no consiste en escuchar música, sino en oír a través de la música lo inaudible.
Viven atormentados por la música mediocre, ruido o pseudomúsica que escuchan los demás. Algunas noches han soñado con el nirvana, el cual tiene, por supuesto, una forma musical; es –literalmente– un concierto de ángeles. Sin ser una cofradía (por lo general son personas solitarias), donde quiera que se vean se reconocen de inmediato, sin importar su idioma, religión o lengua, porque a fin de cuentas su creencia es una sola: la música como leguaje celeste. Cuando Cioran sugiere que la música, y no la filosofía, deja entrever lo absoluto; no habla el filósofo sino el melómano irredento.
Para ellos, la música hace que el infierno de la vida sea más llevadero, y también que los pocos instantes significativos, que hay en está vida, se entrelacen con el paraíso y puedan ser rememorados desde su huella vital; en la música algo del alma viviente de las cosas se pone en libre relación con nosotros.
Los melómanos son una constelación de sectas que en cualquier hora y lugar del mundo pueden establecer largas charlas e intercambios de tesoros inestimables y luego perderse otra vez en el anonimato y soledad esenciales. Han hecho de la música el único acicate para seguir viviendo. Y tienen como lema el imperativo nietzscheano: sin música la vida sería un error.

Sigifredo Esquivel Marín

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