Cuenteros y otras ociosidades

Llueve otra vez


El auto se detuvo, Joaquín y Dalia bajaron, él encendió un cigarrillo, se recargó en el cofre y decidió esperar bajo la lluvia antes de subir al apartamento. Ella sí lo hizo. Joaquín observó el movimiento preciso de sus caderas y por primera vez no pudo sentir la reacción más frecuente a sus diecinueve años. Dio la última aspirada al cigarrillo y lo tiró. La cabeza se le revolvió un poco, el mundo, pensó, seguía como si nada en el apartamento vacío allá arriba, donde Dalia seguramente lo esperaría desnuda, dispuesta a todo.
Usó las escaleras para subir al departamento. Una vez ahí, tuvo que hacer un esfuerzo para tomar las cosas con naturalidad: el televisor encendido en medio de la sala, la mujer que lo recibió, vestida, sin ninguna sorpresa, y el gato abrazado a sus piernas.
La oscuridad casi completa lo dejó inmóvil. Por un instante escuchó el rumor de los autos en la calle y las uñas del animal tratando de aferrarse a la tela del pantalón, hasta que sus ojos se acostumbraron, tiró la caja de cigarrillos en la mesa de centro y se tumbó en el sofá; ella encendió la luz y por primera vez se observaron con atención.
Joaquín, consciente de la humedad en los zapatos empapados por la lluvia, se los quitó; cerró los ojos y regresó, descalzo, sobre los sucesos del día, uno a uno, para encontrar las pistas de su propia tragedia. No halló ninguna. Por un momento soñó con la posibilidad de una vida mejor: hacer el amor entre siete y ocho, con Dalia, leer el diario a las nueve de la mañana, bañarse, vestirse y esperar el desayuno en una mesa escrupulosamente servida.
Cuando abrió los ojos, Dalia estaba sentada a su lado, diciéndole que fueran al cuarto. La siguió, ella le hablaba del sol, del calor tan fuerte que había hecho ese día y de lo terrible que era sudar en la ciudad y con la ropa encima. Hicieron el amor con cierto desgano, al final ella lo abrazó y se durmió de inmediato. Él tuvo miedo, miró a la mujer recostada sobre su pecho y por primera vez pensó en la posibilidad del abandono; con cinco años más que él, Dalia era todo lo que podía desear: un cuerpo perfecto. Volvió a acariciar sus senos, el vello perfectamente delineado de su vientre y estuvo imaginando todas las posibilidades para amarse hasta que se quedó dormido.
Soñó mariposas. Él estaba en su casa, y justamente a las tres y media, cuando el calor era más intenso, Dalia irrumpía en la recámara tapizada de insectos y lo encontraba en una especie de éxtasis, entregado por completo al acoso de las mariposas que transitaban sobre su cuerpo desnudo. Escandalizada ella lo echaba del cuarto y él tenía que salir dando tumbos, como si estuviera ebrio, y bajar rodando los diecinueve peldaños que lo separaban de la planta baja. Despertaba en la calle, tumbado en la acera, observando de frente un enorme edificio de cristal en el cual se exhibían varios hombres y mujeres entregados en una cópula perfecta.

Cuando volvió en sí, llovía de nuevo. La mujer no estaba en el cuarto. Joaquín se levantó, fue hasta la ventana y trepado en una silla atisbó la calle. La pared contenía una humedad pegajosa que se filtró a través de la ropa y lo hizo sentirse como un anfibio. Sin mucho esfuerzo logró percibir el ronroneo suave del gato confundido con el rumor de los autos en la avenida próxima. Eran las ocho y media.
Había ruidos en el baño. No hizo caso, esperó media hora hasta que escuchó abrirse la puerta y Dalia entró semidesnuda en el cuarto.
–¿Qué día es? – le preguntó.
–Jueves –respondió ella y volvió a admirar la belleza casi femenina de los pies de Joaquín.
–Parece viernes y está lloviendo otra vez –dijo él. Así no puedo salir.
Ella lo miró un segundo sin entender y empezó a desnudarse. Joaquín cerró los ojos y volvió a sentir los labios de la mujer, succionando.
–Soñé mariposas –le dijo.
Ella se detuvo un momento en la tarea y lo miró sin sorpresa. Observó su rostro surcado por la preocupación e intentó algo que no supo si era un gesto de amor o una súplica para que se callara. Lo imaginó en la sala, sumergido en las páginas de un diario atrasado, preocupado por la economía del país o por alguna catástrofe ocurrida en cualquier ciudad remota.
–Yo no sueño jamás –contestó.
Él apenas reparó en su mirada lánguida, en la respuesta cortante y ya no pudo seguir, dentro de su cuerpo se sucedieron pequeñas explosiones, miró a la mujer, que había vuelto a concentrarse en el acto de hacerlo suyo, y no quiso reconocer que la amaba. La imaginó con otro hombre, en el edificio del sueño; se atormentó varios minutos pensando en ella y en otros hombres, y en la soledad menos amarga a su lado.
–Parece viernes –murmuró. Y tuvo la sensación de que en su cuerpo se estaba asentando un sedimento de desastre.

Hicieron el amor toda la mañana, ahí en el cuarto, en el baño y en la sala, mientras el televisor mostraba un avance del noticiero y en la radio una mujer proporcionaba informes sobre el tráfico; entonces entendían, cada uno a su manera, que la ciudad era una cosa aparte, que el séptimo piso en el que se encontraban podía quedarse suspendido en el aire y de cualquier manera al otro día podrían despertarse y hacer el amor y preparar de igual forma todos los rituales cotidianos y tomar sus traumas, y echárselos en cara y darse en la madre juntos o separados según fuera el caso, pero que importaba eso entonces, si eran las diez de la mañana y el cuarto estaba lleno de ruidos y ellos intentaban hacer un amor más complicado pero no les salía y valía más la pena concentrarse en eso.

Terminaron al atardecer. Por la ventana se colaba una llovizna tenue y un rayo de sol. Estaban sentados en el sofá de la sala con el televisor encendido, un poco hasta la madre el uno del otro pero sin atreverse a decirlo.
– ¿Tú crees que llueva mañana?– dijo Joaquín y se quedó con la vista fija, por un momento tuvo la impresión de que flotaba en el ámbito de la sala buscando la respuesta de Dalia, ella simplemente no respondió y no lo iba a hacer, se había dado cuenta de que llevaba veinte minutos pensando en lo mismo y esta precisión cronométrica la hizo levantarse, ir al cuarto y desde allá escuchar la voz de Joaquín, confundida con el ruido de la lluvia y los carros abajo.
–No va a escampar nunca.
Ya no le respondió, se tiró en la cama y respiró hondo, dispuesta a sumergirse por completo en la aventura de un sueño feliz. Todavía tuvo tiempo de imaginarlo en la sala, frente al televisor, agobiado por la tristeza de saber que lo interesante estaba pasando en un canal, al que inevitablemente llegaría demasiado tarde.

Jesús Navarrete Lezama

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