Arte al ojo


EL PANFLETO EN PINTURA

Es evidente el desprestigio del panfleto en nuestros días, no sólo como expresión literaria, sino como instrumento político. Su carácter difamatorio o la agresividad vindicativa con que denuncia atropellos o injusticias sociales y políticas, le quitan la posibilidad de tener un lugar dentro de la contemplación estética. No obstante es una forma de expresión que también logra hacerse manifiesta en la pintura, y aquel que quiera estudiar con seriedad el arte, deberá aprender a determinar aquello que comparte y lo que lo separa de las manifestaciones artísticas in strictum.

En los tiempos en que triunfaba el pasquín, el libelo o el panfleto, es posible que un artista como Ferdinand Victor Eugène Delacroix (1798-1863), tuviera en mente esos medios de expresión populares cuando realizó su obra titulada La Libertad guiando al pueblo, por los tiempos de la revolución de Julio, en la que se depondría al último de los Borbones y se encumbraría en el trono al rey-ciudadano Louis Philippe d’Orleans. Delacroix se situó siempre a una distancia prudencial del propagandismo o del vasallismo de su colega y antecesor Jacques-Louis David, pero como todos los hombres pertenecía a una cultura y no podía escapar al influjo que más entusiasmaba a su época: la revolución burguesa.

De ahí que al hablar de Delacroix como un pintor político, no hacemos referencia más que al hecho de haber pintado un panfleto: el panfleto entre los panfletos. El arquetipo. Es el trabajo de un hombre culto, dedicado con tanto encomio a la música como a la pintura – Chopin admiraba sus composiciones –, incluso pecó de poeta (obviamente se arrepentiría), mas no sentía que su misión fuera comprometer el arte con una revolución. En sus trabajos teóricos poco o nada se podrá encontrar respecto de su posición política.

Aparentemente, en La Libertad guiando al pueblo, utiliza las mismas técnicas que caracterizaron la obra en general del pintor francés, por ejemplo, los fondos oscuros sobre los cuales irrumpen colores vibrantes capaces de alterar los sentidos hasta despertar el deseo y la pasión. Lo importante del entramado casi siempre se reduce a la energía de la composición central: impulsos de violencia erótica, como en la Matanza de Chíos (1824) o en su más extraordinaria obra, La muerte de Sardanápalo (1827), anteceden en vigor a la vehemencia con que la Libertad conduce al pueblo hacia la rebelión, donde el acento recae en el ambiente de inconformidad y en la emotividad airada de los personajes.

Con todo, comparada con las obras mencionadas, su composición es más sencilla: se conjuga en una escena organizada de manera triangular, dejando en primer lugar las figuras caídas de los sans-culottes y los guardias reales yacentes en el piso, moribundos o intentando con dificultad reincorporarse mientras observan el paso impetuoso de la dama que simboliza a la libertad. En segundo lugar, aparecen los símbolos sociales: el pequeño pelafustán armado hasta los dientes y abrasado por el clamor revolucionario se adelanta en su carrera a la propia guía; mientras a la izquierda, la mirada torva y el puño firme del ciudadano que sostiene el rifle, parece como si estuviera recibiendo al mismo tiempo la inspiración que lo anima a abandonar su estado de genuflexión y a seguir el impulso de la rebelión. Sin embargo, esa mirada y esa firmeza no se pueden comparar con la del hombre enardecido que se columbra al extremo de la escena, quizás un artesano o un trabajador. El andar y la forma como empuña el sable no dejan lugar a dudas, tal ímpetu exhibe la confianza que tiene el fanático en su líder, la convicción ciega de quien querrá acompañar a la semidiosa hasta las últimas consecuencias.

El ápice del triángulo lo corona, como debe ser, la Libertad. Efigie inspirada en alguna Venus del mundo clásico, pero también en las mujeres corrientes que invadían a diario las plazas, las tiendas y los mercados parisienses. El torso desnudo, el traje raído de quien conoce las dificultades de las faenas y las labores cotidianas, son sublimados con pequeños toques de marcada carga ideológica: el gorro frigio, símbolo de la gran revolución de 1789, la bandera tricolor flameando en forma desafiante, mientras que el brazo izquierdo sostiene con su puño la escopeta, instrumento con que se pretende reclamar e imponer los derechos de los débiles. La imagen de la Libertad, la mujer-diosa, va ganando protagonismo y crece a medida que avanza sobre los cuerpos de los vencidos, al fin y al cabo representa la espiritualización de aquellos ideales que la revolución reivindica como justicia, equidad y fraternidad, los que muy seguramente ocultan motivos más vulgares o intereses particulares más banales y mezquinos.

Es una obra apasionada, romántica hasta la médula. La catedral de Notre Dame a lo lejos, testigo silencioso del Antiguo Régimen, queda superada por la inmensa nube de humo y polvo que producen los cañones. Sus tonalidades azules, blancas y rojas, simulan otra bandera y envuelven como entre un manto de vapor a la multitud de insurgentes que marcha en pos de un futuro mejor. Los iconos del idealismo revolucionario conllevan un fondo vivamente religioso, y Delacroix no lo niega, demuestra ser un profundo creyente, al punto que firma y fecha la obra con orgullo – al lado de la escena principal, en la parte derecha del cuadro – como un reportero gráfico, como si hubiese estado allí presente, convencido de que ésta es su forma de colaborar con la causa.

Reina en todo ello una candorosa inocencia. La inocencia propia de una época de revoluciones truncadas, promesas sociales incumplidas, de sueños e ilusiones con las que algunos afincaban sus esperanzas en la construcción de un mundo mejor. Pero Delacroix no podía imaginar que el chiquillo que batía con tanto entusiasmo los dos revólveres, se convertiría en el impulsor de una tecnología industrial ambiciosa y despiadada; que el ciudadano-revolucionario devendría en un cómodo banquero que financiaría esas industrias; o que los hijos del artesano se degradarían en obreros, mientras él (el artesano) moriría sacrificado a nombre de una revolución que al final no lo tendría en cuenta ni siquiera en su interminable lista de héroes.

Muy distante estaba el pintor francés de pensar que los clichés que derivarían de su obra, serían útiles en el futuro, en tiempos más escépticos, a pseudo-artistas comprometidos con otras revoluciones y otras causas, para modelar sus más desvaídos panfletos políticos disfrazados de arte; por supuesto - hay que decirlo-, carentes de la misma gracia.



Germán Arce-Ceballos

Autodidacta

Zacatecas, julio de 2007

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