Es evidente el desprestigio del panfleto en nuestros días, no sólo como expresión literaria, sino como instrumento político. Su carácter difamatorio o la agresividad vindicativa con que denuncia atropellos o injusticias sociales y políticas, le quitan la posibilidad de tener un lugar dentro de la contemplación estética. No obstante es una forma de expresión que también logra hacerse manifiesta en la pintura, y aquel que quiera estudiar con seriedad el arte, deberá aprender a determinar aquello que comparte y lo que lo separa de las manifestaciones artísticas in strictum.
En los tiempos en que triunfaba el pasquín, el libelo o el panfleto, es posible que un artista como Ferdinand Victor Eugène Delacroix (1798-1863), tuviera en mente esos medios de expresión populares cuando realizó su obra titulada
De ahí que al hablar de Delacroix como un pintor político, no hacemos referencia más que al hecho de haber pintado un panfleto: el panfleto entre los panfletos. El arquetipo. Es el trabajo de un hombre culto, dedicado con tanto encomio a la música como a la pintura – Chopin admiraba sus composiciones –, incluso pecó de poeta (obviamente se arrepentiría), mas no sentía que su misión fuera comprometer el arte con una revolución. En sus trabajos teóricos poco o nada se podrá encontrar respecto de su posición política.
Aparentemente, en
Con todo, comparada con las obras mencionadas, su composición es más sencilla: se conjuga en una escena organizada de manera triangular, dejando en primer lugar las figuras caídas de los sans-culottes y los guardias reales yacentes en el piso, moribundos o intentando con dificultad reincorporarse mientras observan el paso impetuoso de la dama que simboliza a la libertad. En segundo lugar, aparecen los símbolos sociales: el pequeño pelafustán armado hasta los dientes y abrasado por el clamor revolucionario se adelanta en su carrera a la propia guía; mientras a la izquierda, la mirada torva y el puño firme del ciudadano que sostiene el rifle, parece como si estuviera recibiendo al mismo tiempo la inspiración que lo anima a abandonar su estado de genuflexión y a seguir el impulso de la rebelión. Sin embargo, esa mirada y esa firmeza no se pueden comparar con la del hombre enardecido que se columbra al extremo de la escena, quizás un artesano o un trabajador. El andar y la forma como empuña el sable no dejan lugar a dudas, tal ímpetu exhibe la confianza que tiene el fanático en su líder, la convicción ciega de quien querrá acompañar a la semidiosa hasta las últimas consecuencias.
El ápice del triángulo lo corona, como debe ser,
Es una obra apasionada, romántica hasta la médula. La catedral de Notre Dame a lo lejos, testigo silencioso del Antiguo Régimen, queda superada por la inmensa nube de humo y polvo que producen los cañones. Sus tonalidades azules, blancas y rojas, simulan otra bandera y envuelven como entre un manto de vapor a la multitud de insurgentes que marcha en pos de un futuro mejor. Los iconos del idealismo revolucionario conllevan un fondo vivamente religioso, y Delacroix no lo niega, demuestra ser un profundo creyente, al punto que firma y fecha la obra con orgullo – al lado de la escena principal, en la parte derecha del cuadro – como un reportero gráfico, como si hubiese estado allí presente, convencido de que ésta es su forma de colaborar con la causa.
Reina en todo ello una candorosa inocencia. La inocencia propia de una época de revoluciones truncadas, promesas sociales incumplidas, de sueños e ilusiones con las que algunos afincaban sus esperanzas en la construcción de un mundo mejor. Pero Delacroix no podía imaginar que el chiquillo que batía con tanto entusiasmo los dos revólveres, se convertiría en el impulsor de una tecnología industrial ambiciosa y despiadada; que el ciudadano-revolucionario devendría en un cómodo banquero que financiaría esas industrias; o que los hijos del artesano se degradarían en obreros, mientras él (el artesano) moriría sacrificado a nombre de una revolución que al final no lo tendría en cuenta ni siquiera en su interminable lista de héroes.
Muy distante estaba el pintor francés de pensar que los clichés que derivarían de su obra, serían útiles en el futuro, en tiempos más escépticos, a pseudo-artistas comprometidos con otras revoluciones y otras causas, para modelar sus más desvaídos panfletos políticos disfrazados de arte; por supuesto - hay que decirlo-, carentes de la misma gracia.
Autodidacta
Zacatecas, julio de 2007
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