Esculpir la palabra, el oficio de Flaubert

En el Romanticismo se revela lo ideal de las cosas: la vida, el amor, la muerte, el hombre. Se antepone el “deber” en detrimento del “ser”. Pensar desde el Romanticismo es renunciar a una realidad que hace del hombre mero instrumento de producción y transformación de la realidad[1]. El Romántico resulta ser un símbolo de la irracionalidad que se opone a la autodeterminación de la razón, por lo que su gesta contagiará gran parte del quehacer humano, especialmente la filosofía, la literatura y el arte, imprimiendo en la modernidad una síntesis de opuestos: mientras la era romántica expresa desencanto, oposición y displicencia, el pensarse moderno conservará el mismo recelo pero aunado a la acción; el primero se sitúa en la indiferencia, mientras el último lo matiza con resolución y propuestas o en el peor de los casos resignación y/o cinismo. Si el Romanticismo es insumisión y alejamiento, el pensamiento moderno remata con apetencia crítica y anhelo. La diferencia se deja entrever: por un lado la condición humana determina escepticismo y nihilismo, por el otro emerge la condición trágica según lo planteaba el mismo Nietszche[2]. La semilla romántica germinará entre dos siglos y será de capital importancia en la aparición de las vanguardias, hacia la segunda mitad del siglo XIX.

Si buscáramos un rompimiento de la modernidad con aquella visión idílica, la fisura recaería en la lucha del hombre con el desencanto, en el matiz y difuminación de la herida del mundo; en arte y literatura las vanguardias expresan esa re-forma del mundo, teniendo en el Realismo una antesala y en el Simbolismo la percusión que dejará de sonar con el agotamiento del Surrealismo [3]. Jaques Barzun integra las dos primeras corrientes dentro de sus cuatro fases históricas del Romanticismo. El autor propone un romanticismo “originario” entre los años 1780 y 1850, sucedido de otras tres etapas: el Realismo (1850-1883), Simbolismo (1875-1905) y Naturalismo (1875-1905)[4]. Si de la escuela realista poco quedó en las propuestas vanguardistas, es innegable que el simbolismo influye en los planteamientos del expresionismo y en la irracionalidad dadaísta hasta declinar con la dimensión onírica surreal, presuponiéndose una influencia romántica.

La idea de una moralidad estética

En Flaubert observamos algunos preceptos estéticos insinuados en el ideal romántico; privilegiar el deber antes que el ser, confirma la obsesión y desgaste del francés por lograr un Arte a través de ese perro oficio que es la escritura. De cualquier manera sólo hay que relacionarle indirectamente, pues su correspondencia radica en la seriedad de los preceptos, acaso mermados por el artificio y la descripción minuciosa que representan una forma de acción.

Flaubert descubre en la escritura una cosa seria —demasiado seria— que resulta de lo inconcluso, situando al escritor entre la perfección de la obra o el abandono. Flaubert nos enseña una idealidad muy propia, una especie de “moralidad estética” que busca su verdad en algo hasta cierto punto palpable: el texto. Hablaremos de una verdad en el momento que Flaubert encarna el empeño y la consecución de esa cosa buena que envuelve una cosa verdadera que no se logra si no es en el producto literario. El escritor francés se hará cargo de la responsabilidad que esto implica, ya que el escribir bien se demuestra con la “certeza” del texto que se afirma en un tercer involucrado: el lector. Al tiempo que Flaubert afirma una cosa verdadera como buena, previene también al lector para que juegue su propio papel y bajo su riesgo

“…Si el lector no saca de un libro la moralidad que en éste debe hallarse, el lector es un imbécil o el libro es falso…”[5]

Se plantea el problema de la verdad en la consigna y ni uno ni otro podrá deslindarse de su responsabilidad, fiel a toda moralidad la balanza señala un culpable inclinándose hacia alguno de los actores.

¿Técnica o estilo, artefacto o escritura?

La estética flaubertiana emerge en aparente contradicción, al confesar admiración por los grandes maestros de la literatura (Homero, Horacio, Dante, etc.) no duda en afirmar sus obras como nacidas de la inspiración poética, lo que otorga un carácter universal a las ideas expresadas. En su defecto, al depositar la idea primordial en la poesía, denosta el oficio del prosista concediéndole escasez de genio. En el enfrentamiento del absoluto poético versus la inestable prosa se valida un Arte, se abrevia un método en abono de aquella “moralidad estética”. La verdad de un método le lleva a sufrir juegos de opuestos, a la elección entre idea/forma, lirismo/imaginación, poesía/prosa, corazón/cabeza. El Arte flaubertiano apuesta por las analogías últimas: forma, imaginación, prosa, cabeza, etc. El predominio de la rigidez y la sistematización, el infalible orden de las palabras y acomodo de la frase, son una constante en el ejercicio de la escritura. El sistema brota de la perfección conciente, del infortunio estilístico que sacrifica palabras e ideas. En su método no se concibe el arte si no es gracias a la lucidez, la escritura se ampara en lo apolíneo y recluye el instinto a la idea primordial. La idea debe someterse al imperio del orden y anular su carácter caótico y primitivo. Domesticación en última instancia es la propuesta de Flaubert, dominación de la idea por un ejercicio que oprime y destruye.

El genio prosista se disciplina en el procesamiento de la idea y la reconstrucción de la forma; en el procesamiento no se deshace ni desprende lo humano sino sólo se perfecciona, revelándose en la reconstrucción el autodeterminismo del hombre moderno, he ahí el Arte de la prosa. No es casual el sistema de Flaubert, ya que simboliza el acontecer de la civilización occidental: por un lado encarna el inobjetable progreso del artificio y la técnica que se compara con uno de los mayores logros de la especie: el lenguaje escrito; por otra parte representa el valor del pensamiento y la digresión como indispensables en el saber técnico y científico, depositando en el lenguaje y uso de los signos una importancia capital para su desarrollo. El obsesivo flaubertiano mimetiza la convicción del dominio técnico sobre la naturaleza en simbiosis con el arrojo y genio estilístico. Debido a que la escritura adquiere un carácter metódico, Flaubert no se atreve hermanar el Arte con la prosa o lo hace bajo condición del doloroso tránsito hacia la perfección. No hay Arte si no se logra por el procedimiento que ordena la imposibilidad, de ahí que se atreva a proponer un axioma:

“Desde el punto de vista del Arte puro, no hay tema alguno, el estilo es por sí solo una manera absoluta de ver las cosas…”[6]

El Arte de la prosa no lo encontraremos en el lirismo de las musas sino en la producción y reproducción, en el construir y deconstruir que permite acceder a sólo una forma de creatividad; pero ni al producto de esa experiencia puede considerarse absoluto, porque en él se esconde la imperfección. Efectivamente, la imperfección de la forma es constante y engendra insatisfacción en Flaubert, asomándose aquí lo romántico de su espíritu en proximidad con el carácter fáustico del hombre moderno[7]. De igual modo que el conocimiento es reciclaje de posibilidades, así también es el anhelo prosista de Flaubert: traer la forma de la imagen y revertirla en perfección, en Arte. Si la grandeza de la era industrial recae en su maquinaria y las transformaciones inimaginables, la perfección flaubertiana se situará en el justo uso de las palabras y en el preciso acomodo de la frase: la forma en su perfectibilidad.

El empeño de Flaubert no desdeña el espíritu de las grandes obras y la majestuosidad de las estructuras modernistas, en él es permisible la vastedad y la magnificencia con todas sus implicaciones. El hombre moderno se desenvuelve en la producción, reproducción y transformación de las cosas, mientras Flaubert lo hace medrando laberintos de apreciación formal. Flaubert representará la síntesis de ambos, encarnará tanto a Fausto como Teseo; convicción y extravío en fraterna comunión. Si la Modernidad vive el esplendor de la ciencia y la técnica con la tecnología como su principal vástago, ese mismo esplendor contagiará la obra del francés. El escritor comparte por igual la contundencia del progreso como la fugacidad de la invención. Su obra está impregnada de la misma relatividad de la existencia —en el caso de Flaubert los signos y la escritura— combinada con una fe en lo absoluto —la obra como perfectibilidad. Al considerar que la ciencia moderna es demostración volátil de leyes, entenderemos también que las cosas son relativas y en dimensiones —espacio y tiempo— inaprensibles e inconstantes. No obstante los alcances de su razón, la tragedia del hombre moderno es advertir su fugacidad.

Escribir: un letargo expiatorio

Flaubert vive a pesar de su resistencia estética. Al no dominarse por las ilusiones, él mismo asume el papel de escritor con sus consecuencias y detrimentos. Si Flaubert suena contradictorio es porque padece el ideal de la perfección, siendo la escritura donde se muestra el camino y peligros de la redención; obsesionado en la perfectibilidad traza la vía que dilucide la forma, vislumbrándose ya el alcance absoluto. En su ejercicio no plantea “leyes naturales”, lo que propone son unas “normas estéticas” que den coherencia al papel en agonía con los trazos de la forma. Porque el exceso de sentido degenera en pedantería científica o filosófica. La apuesta de Flaubert es sólo aclarar la imagen sin perder el sentido, desaparecer la cruda intuición mediante la rigidez del texto. En sus Memorias de un loco Flaubert cuenta el discurso de su estética. El relato pretende ser una novela íntima caída en el escepticismo hasta los extremos de la desesperación; pero el alma del loco moverá la pluma aplastando la idea primordial hasta imponerse la lógica, la locura surge precisamente del dominio de los instintos por parte del sentido común, lo cotidiano, lo tolerable. Surgida en un periodo que el psicoanálisis emergía con soluciones concretas, en sus Memorias el loco niega la cura científico-introspectiva en favor de la conjura que representa la escritura experimental. La falta y la enfermedad no quedarán en el diván sino en el virtuosismo de las formas y el simbolismo del texto. En su laboriosidad, Flaubert —o el loco— no encontrará la cura sino únicamente el lenitivo para la imparable costumbre del mundo

“¿para qué me sirve un libro[…] que habla de un loco, es decir del mundo, este gran idiota que gira desde hace tantos siglos en el espacio sin dar un paso, y que aúlla, y que babea, y que se desgarra él mismo?…”[8]

Flaubert no desdeña el mundo, pero prefiere su arte-ficción que alcanza una mayor filantropía que los hechos mismos. En efecto, la plenitud no se afirma en la realidad objetiva sino en la hoja de papel evolucionando con el estilo. Para Flaubert, producto y ejercicio son inseparables y tanto uno como otro se regirán por el letargo, la inacción y la lentitud. Su arte retrae el dolor en virtud. La propuesta: un ejercicio ascético-racional, escribir [bien]: concentración que dé vigor al pensamiento y rigor a la palabra. Esta forma de cura implica un compromiso tan original como el del profeta o el iluminado: con la palabra divinizada se suprime o difumina la finitud humana y lograrlo corresponde con la desaparición del hombre como personaje central:

“…el autor no debe aparecer más en su obra que Dios en la naturaleza […] que no haya en mi libro un solo movimiento, ni un solo comentario del autor…”[9]

Agustín Castillo Márquez (Miembro del Taller de Ensayo y Critica Literaria del Instituto Zacatecano de Cultura Ramón López Velarde que coordina Sigifredo Esquivel Marín)


[1] Cfr. Wladislaw Tatarkiewitz propone algunos conceptos que definen al Romanticismo en cuanto corriente estética, criterios alejados de la propuesta de Flaubert: “Romanticismo es el arte que depende la imaginación, rechaza los límites que se le pongan al arte en lo referente a la selección del contenido o la forma. Actitud hostil hacia cualquier tipo de estandarización y simplificación, o la creencia en la imposibilidad, la futilidad, lo erróneo de las generalizaciones, de la universalización” (Cit. por Leopoldo La Rubia en Kafka: el maestro absoluto, Granada, Universidad De Granada, 2002, pp 311-313).

[2] Partiendo del supuesto que la existencia consiste en puras representaciones —en coincidencia con la Voluntad de Schopenhauer—, Federico Nietszche observará la vida como un sufrimiento inaudito aminorado por la ilusión de la cotidianidad; el trabajo, el amor, las cosas materiales, etc., proveerán significaciones de placer y equilibrio en el consuelo vital. A la vida se le ve como convulsión continua, desaciertos y futilidades engañados por la ilusión que brinda la actividad humana. Nietszche se referirá a los hombres como sufrientes representados. Cfr.Nietszche, Estética y teoría de las artes, Tecnós, España, 1999, p. 62.

[3] El Realismo proponía la descripción minuciosa de las cosas y la realidad, limitándose en el uso de imágenes y palabras si no es a las consideradas de uso universal. El movimiento de los simbolistas representó una negación al realismo, ya que sus alcances se situaban fuera de la cotidianidad y lo común al intentar salvar de la vulgaridad a la palabra, convirtiendo su arte en una forma de metafísica o extracción de la realidad.

[4] Citado por Ida Rodríguez y Rita Eder en Dadá: documentos, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 1977.

[5] Eusebio Ruvalcaba, El libro de la sabiduría de Gustave Flaubert, Planeta, México, 1996, p. 13.

[6] Ibid, p. 15.

[7] El símbolo de la ciencia recae en los descubrimientos y obras humanas, en la aplicación del conocimiento y el progreso. Goethe prefiguró estos alcances en su Fausto, lo que se observa en el pasaje donde el sabio-alquimista hace el último esfuerzo por alcanzar la salvación en el mundo: el Doctor Fausto siente en el dominio de la naturaleza —“deshaciendo” el mar y ganando “terreno”— una oportunidad para la redención, evento que se le niega cuando aparece lo humano como cualidad. Por participar en la desventura y muerte de Filemón y Baucis, haciendo mal uso de su “poder fáustico”, la salvación del mago llegará sólo por medios divinos y no por la autodeterminación de la conciencia. Más tarde la fábula de Goethe inspiraría una proeza concreta de la voluntad humana: con la intervención del hombre, el Mar del Norte europeo reduciría sus fronteras para dar terreno a los Países Bajos, mostrando así el empecinamiento humano en su obsesiva lucha por vencer la naturaleza.

[8] Cfr. Memorias de un loco en Cuentos negros y románticos, Buenos Aires, Valdemar, 1996.

[9] Eusebio Ruvalcaba, Op. Cit, p. 21.

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