BERGMAN Y ANTONIONI: LA AVENTURA DEL SÉPTIMO SELLO

Se pusieron de acuerdo para irse juntos y cambiar de mundo aunque cada uno fuera un planeta por sí mismo: Ingmar Bergman (Uppsala, 1918) partió de la isla Farö en el Báltico a los 89 años; Michelangelo Antonioni (Ferrara, 1912) de Roma cuando contaba con 94. Longevos y luchadores hasta el final: por buscar una visión particular del mundo expresada en la pantalla; por expulsar a los propios demonios internos y por convivir con sendas enfermedades que los aquejaron hasta la muerte corporal. Dos de los más grandes y punzantes directores, capaces de entrometerse en la condición humana y hacerla explotar en imágenes y sonidos.

Hijo de un pastor, Bergman vivió en un ambiente cargado de culpa y religiosidad; licenciado en Letras e Historia del Arte y con la dupla Ibsen/Strindberg como influencia, se aventuró en el mundo del Teatro donde desarrolló un talento inusual para la dramaturgia y la dirección. El mundo del cine lo recibió y lo celebró como uno de los grandes (con Woody Allen en primer lugar), con toda esa visión sobre la búsqueda dramática del sentido de la vida que sus personajes (Liv Ullman como actriz recurrente) volcaban como espejos hacia nosotros, los incautos espectadores que descubríamos un cine de otra galaxia –y lo seguimos haciendo- aunque angustiante y peligrosamente cercano.

De tenista colegial a economista profesional y de ahí a crítico, guionista y director de cine, con experiencia teatral, de tendencia marxista y en contra del régimen que gobernó Italia antes y durante la Segunda Guerra Mundial, Antonioni apareció en escena hasta que cumplió 38 años. Especialista en el manejo de los silencios, en la prolongación deliberada de las secuencias y en el uso psicológico del color (El desierto rojo, 64), hacía poesía con la cámara, como bien apuntó Scorsese, uno de sus máximos admiradores, y reconstruía de manera constante el punto de vista femenino a través de Monica Vitti, su actriz fetiche.

El cine de este par estuvo marcado por el énfasis en las transformaciones internas de sus personajes, vueltas situaciones universales que, en algún momento de la vida, te encaran y se plantan de frente. Largas secuencias de aparente inacción basadas en una estética formal en las que más bien se desgranaba una angustia existencial; la mirada se clavaba lenta e inexorablemente en las profundidades del ser humano y sus circunstancias, con identificables declaraciones personales.

TEMÁTICAS QUE DUELEN

Su incorporación a nivel mundial coincidió con otros dos monstruos fílmicos: Fellini y Kurosawa. Mientras que Antonioni contribuyó con la transición del neorrealismo para renovar, junto con el director de Ocho y medio, la propuesta del cine italiano, Bergman se convirtió en referente obligado de la intelectualidad cinéfila, tanto los snobs como los de cepa, al punto que marcó diferencia entre quienes habían visto sus películas y los que no, no obstante la variedad de significados que se le adjudicaron a su compleja obra.

Ambos le entraban a temas a los que uno habitualmente les da la vuelta pero que tarde o temprano se topa con ellos: la muerte inmiscuyéndose en la vida (El séptimo sello, 57; El manantial de la doncella, 60; Gritos y susurros, 72); el eterno y doloroso regreso (Fresas salvajes, 57; La hora del lobo, 68), así como la alienación implacable que coloca barreras tan poderosas como imperceptibles a la propia conciencia (Las amigas, 55; Zabriskie Point, 70).

Una constante fue la complejidad de la relación de pareja (Sonrisas de una noche de verano, 55; El grito, 57; Secretos de un matrimonio, 73); la infancia vista como destino modificable (Fanny y Alexander, 82); la angustia en estado absoluto (Cara a cara, 76); la asunción de otra vida a la mitad de la existencia (El pasajero, 75) o la problemática vista desde lo femenino (La pasión de Ana, 69; Sonata de otoño, 78; Identificación de una mujer, 82).

Contribuyeron con sus respectivas y capitales trilogías durante los sesenta, alrededor de la parálisis emocional y la incomunicación anidada en la burguesía (La aventura, 60; La noche, 60 y El eclipse, 62), así como de la espera, misterio e indiferencia de Dios (Como en un espejo, 61; Los comulgantes, 63; El silencio, 63). En 1966 coincidieron con dos cintas (Persona y Blow Up) que trascendieron fronteras e interpretaciones y en las que jugaban con sus obsesiones temáticas y de estilo narrativo, con simbolismos por todas partes y gramáticas que aún hoy siguen siendo influencia recurrente.

DE PRINCIPIO A FIN

Sus óperas primas, Crisis (45) y Crónica de un amor (50), ya planteaban desde sus títulos una parte de las intencionalidades de sus respectivas obras. Sus últimas propuestas, Saraband (05) y El hilo peligrosos de las cosas, un episodio de Eros (04), recuperaban sus permanentes preocupaciones sobre el misterio del amor como una constante imposible de discernir para la razón humana.

De sus últimas aportaciones, el Bergman guionista de Las mejores intenciones (92) e Infiel (00) y el Antonioni codirector de Más allá de las nubes (95), junto a Wim Wenders, nos quedan rasgos de su aguda mirada para la escritura fílmica o para la puesta en escena. Trayectorias con películas cuya primera mirada pueden dejar muchas dudas y colocarnos en un estado de incomprensión que, paradójicamente, invita a volver a ellas no como un simple reto intelectual, sino como una decisión de cuestionar los propios discursos y supuestos.

Un lunes negro para la historia del cine que, paradójicamente, puede promover la vuelta a esas películas que quizá uno no se atreva a volver a ver, por aquello de la angustia frente a la confrontación, pero cuyo acercamiento resulta siempre una oportunidad para regresar a esa olvidada e indispensable tarea personal de reflexionar sobre la propia existencia, además de permitirse la alternativa de experimentar una aventura artística total. La partida de ajedrez continuará en otra parte.

Nos leemos después.

Comentarios: cuecaz@prodigy.net.mx

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