Apología del suicidio

Algunos dirán que ya es un error haber nacido, o que siempre es demasiado tarde para suicidarse. Otros afirmarán que no hay acto más deleznable que el suicidio y que corresponde a un alma pusilánime y sin fe. Como sea, al hombre que se mata a sí mismo puede recriminársele todo, menos pasividad. Quien se entrega a la muerte por voluntad propia es un ser que cae en el vértigo de la existencia, lo que implica, quiérase o no, una forma de movilidad o desprendimiento.

Si cobarde es quien retrocede, entonces el suicida se sale de tal definición. En su defecto, la cobardía representa más una retro-acción que una acción. Aquel que no se sujeta al vértigo de la vida alcanza un grado mayor en la escala del movimiento, se atreve. El verdugo de sí es una especie de revolucionario, ya que incita la propia existencia y la conciencia de los otros, los aún atrapados en el torbellino del sentido. Para entender esta afirmación, consideremos el problema de la transmigración del alma o la perspectiva escatológica en el cristianismo: para un creyente —pensemos al suicida un cristiano recalcitrante— no debe haber mayor regocijo que la voluntad de acelerar el momento de la redención, dejando al margen todo tipo de imperativos que impiden el camino falso para liberarse de la existencia; nuestro asunto radica en el problema de la salvación a través de la muerte, no más. En tal contexto, es indudable que no hay mayor piedad que la del autoasesino, ya que su desdén por la vida representa, más que un apego a la angustia y desesperación, un acercamiento con el destino.

Por eso, si me preguntan “¿qué es un hombre de acción?”, yo responderé sin duda que quien asume y practica la propia muerte. Me explico: si en asuntos de acción el que se mueve más es el hombre más vivo, en ello no apuesto a la presencia del cobarde sino por el suicida muerto, esa figura oscura que en su rostro ya no dibuja la conformidad de este mundo que ofrece nada; ente que es la representación de la levedad en su estado más latente. En efecto, no hay hombre más patético que quien se deja llevar por la marea del consuelo y el porvenir, híbrido de la aquiescencia, la uniformidad y el miedo a la contravención. En un mundo tan racionalizado como el que vivimos, es una ironía que el hombre caiga en la irreflexión acerca de sí y del mundo, y que ello abone en seguridad, costumbre y desahogo, enfermedades crónico-pasivas que vuelven acrítico un animal que se concibe para el dominio. Atrevámonos, el suicida es hombre de acción porque él mismo apresura lo ineludible y deja atrás el significado y la esperanza en su apuesta por la muerte. Que la pasividad no se traduzca en desencanto ni en desesperación sino en asentimiento –y en ello cabe más la inacción que la dinámica. La estática del hombre moderno, afirmémoslo, representa mayor autoinmolación que la decisión de nuestro suicida.

Colofón

La costumbre por la vida significa mayor desaparición que el acto mismo de muerte, porque se vive en una agonía permanente; si el hombre es un animal resignado a transcurrir cabalmente la vida, entonces se confirma lo que ya dijo Balzac: la resignación es un suicidio cotidiano.

Agustín Castillo Márquez (Miembro del Taller de Ensayo y Critica Literaria del Instituto Zacatecano de Cultura Ramón López Velarde que coordina Sigifredo Esquivel Marín).

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