Silencio



Veme aquí, público querido, tendida en este hermoso cofre de madera, con este pálido cobijo mortuorio ante el vulgar espectáculo en el que se ha convertido mi funeral. ¡Cuán amarga se torna la palabra “eternidad” al verse frustrados los últimos deseos de silencio por una masa de ignorantes que lloran insensiblemente por uno!

¡Silencio! Quiero recrear en la imaginación los momentos previos a la culminación de mi única y verdadera obra maestra. Estaba yo tranquilamente sentada en mi estudio ante la pluma y el papel que en mi esfuerzo por obtener la aniquilación total de mis demonios (y por ende, de mi ser), sólo me habían podido dar modestas victorias. Por azares del destino, éstas catapultaron mi nombre a la fama, aunque en mi boca, ese tipo de gloria me supo a ceniza. ¡Aquéllos que me leen y me idolatran no saben de la vida! ¡No saben nada! Ellos nunca escribirán y escribirán hasta que sus venas se partan como las mías, mucho menos impregnaran su sangre en la tinta ni utilizarán su saliva para borrar los errores. No, no han tenido noches sin sueño en los que el alba llega a las 3:45 de la madrugada y el sol se oculta cuando la conciencia se va. No, sólo creen conocerme y por eso lloran.

Estaba harta, exhausta de mi cara. Me había dado cuenta de que no hay máscaras perfectas: hasta ésta, la pieza más fina y delicada de marfil que llevaba puesta en el rostro tenía un defecto. La grieta crecía con cada latido malogrado, con cada soplo inútil que el viento tenía que ofrecerme. El agobio que me provocaba la vida había superado mis fuerzas y necesitaba estar preparada con un instrumento adecuado para el momento en el cual mi fortaleza decayera por completo: una botella de veneno. Finalmente, ese día llegó, el día en el que el velo que me separaba del mundo se desgarró y vi la ruindad en todo su esplendor: miseria, guerras, hambre, infamia, calentamiento global, enfermedad, un clima incomprensible, tristeza, más guerras, petulancia, soberbia (me basta con la mía), tranquilizantes; en fin, la lista nunca terminará. Cada cara, cada huella y rastro del quehacer y pensamiento humano me daban asco. Todos los que me rodeaban se habían convertido en una raza de aduladores falsos e imbéciles, y era preciso emprender la fuga antes de que su imbecilidad me contaminara.

Sentada en mi trono de falsos consuelos, tomé lentamente el contenido tóxico de la pequeña botella. Con cada sorbo, la percepción del mundo a mí alrededor se iba desvaneciendo hasta que mis sentidos se apagaron; ¿para qué conservarlos, si todo lo que saboreaba me era acre, incluyendo el veneno que habría de rescatarme? Ya no queda rastro de él en mi lengua. ¿De qué me servía la piel si era constantemente rasguñada, maltratada, comunicando dolor y odio hacia los demás y hacia mí misma?; por fortuna, ese órgano sensorial ya no funciona. El olor a concreto, sudor, madera, lágrimas y descomposición ha desaparecido. Y mis ojos, mis benditos ojos, ventanas a la inmundicia externa, están secos, sin brillo, sin vida. No gracias, los sentidos no los quiero, prefiero estar sumida en esta oscuridad, habitando el palacio cristalino de mi mente, mi fastuoso refugio, aislado por completo de mis admiradores, retractores, de todos, de Dios. No los necesito. Yo sola puedo.

El ruido no cesa. ¡Demonios! ¡Mi felicidad nunca es completa! ¡Ya cállense! ¿Qué no me ven aquí en este ataúd, por fin en mi último hogar corpóreo? ¿Qué parte de “estoy muerta y no voy a regresar y no quiero regresar” no entienden? ¡Váyanse! ¡Dejen de lloriquear! ¡Aléjense de mí! ¡Ahora! Un momento. Ya no hay cantos. Poco a poco el rumor de las voces decrece. Escucho algo caer sobre mi féretro. Es tierra. Todo se calla, se entremezcla con el silencio sin perturbaciones. El tiempo se ha detenido. La existencia es ahora inexistente.

Mi mente y yo. Yo y mi mente. Uno, dos, tres, ya me aburrí de contar. No sé si los días han seguido transcurriendo allá arriba. Nada nuevo que contarme a mí misma. He roto todos los pilares de mi vidrioso templo. Ni siquiera puedo escuchar los gusanos que seguramente carcomen mi cuerpo. Mi voz tiene un timbre fastidioso, chillón, siempre se queja. No se calla. ¡Cállate! ¡Sí, sí, ya sé que nada te entretiene, que antes cuando menos te podías burlar de los demás, humillándolos, recordándoles lo imperfectos que eran, pero no, tenías que suicidarte! En un vano intento por preservar tu autoproclamada superioridad, te mataste porque sólo así quedarían intachables tu vida, tus milagros, tus ideas. Pero yo sé que eres patética, que tu muerte es patética, tanto que da risa. Yo doy risa. Yo soy motivo de burla, porque no reconocí que eran los demás los que mantenían viva mi soberbia, y mi soberbia era el combustible de mi genio. Ahora no puedo volver porque los muertos no reviven y el orgullo no me deja.

Qué aburrida estoy. A veces me pregunto si no estoy repitiendo siempre los mismos pensamientos.

Pero aún así, no me merecen.

Mariana Ríos Maldonado


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