Siete casas para Regla de tres de Javier Acosta



Hay en Regla de tres una métrica diseminada en líneas cortas que a paso de verso se van constituyendo en andamios. Andamios, columnas, hechas con ritmo y dedicación, de un material que parece frágil pero que visto en conjunto forma una casa. O varias, las casas de Javier Acosta forman entonces una colonia de ritmos.

Construyámosle una casa a Li Po, parece decir el poeta. Y lo hace, y piensa que la presencia de la luna es necesaria y la dibuja con grafías sonoras, y cree justo prepararse una taza de té de luna y la prepara y la bebe, a veces de un sorbo, otras a plazos rítmicamente razonados. El poeta piensa que esta es una luna para beberse y lo hace, pero también piensa que una luna para compartirse y la reparte. Hasta aquí el material que integra la primera casa.

Edifiquemos una casa para Horacio, dice en principio, y el poeta se alza como un ánima sola bebiendo en la oscuridad; una oscuridad luminosa, por cierto, que no es la de los latinos ni la de los griegos sino la nuestra, la de los ciegos comensales, aprendices de bebedores en botellas de agua. ¿Comparados con qué? Con la inscripción que graba el poeta Javier Acosta en la casa que le pone a Quinto Horacio Flaco, y que a la letra dice: “No pueden tener vida los poemas / escritos por bebedores de agua.”

Se trata de una inscripción rústica, que de hecho aparece y desaparece ante la perpleja mirada del lector, porque Horacio está y no está a un tiempo y a veces habita la casa edificada con paciencia, impaciencia y horas de desvelo para él, y otras es su sombra la que deambula en esta Regla de tres. Que por cierto, hay que agregar, no es una regla de tres simple sino una regla compleja, casi una fórmula matemática.

Y aquí estamos en la tercera casa que se levanta en este libro y que tiene que ver con el lenguaje, o con los sonidos que se articulan y que esta vez forman la capa protectora del poema. Digamos por una parte que el lenguaje de esta casa es llano. Por la otra que retórico, por la otra que ambiguo, y por la otra que no es necesariamente coloquial, porque no hablamos así, so pena de que nos juzguen locos, lo cual no debe de importarnos pues el calificativo no haría más que hacernos justicia y hermanarnos con el chaparrito aquel que al lado del de la Triste Figura vivió aventuras y sueños siniguales en algún lugar de la Mancha de cuyo nombre, por ahora, no quiero acordarme.

Insisto, no decimos “agua portátil, recogida por ninfas,/ que nadan bocabajo, como livianos detergentes”, menos una, “cualquiera de las niñas, /bautiza el agua con los pies, el aire con vocales,/ el tiempo con latidos…”

Esta casa, entonces, donde habita el lenguaje, es quizá la más fortificada. Su constructor, un arquitecto zacatecano de entre siglos desafía la gravedad, las matemáticas y las corrientes poéticas vanguardistas, la tradición, el canon y la vida loca, y construye una fortaleza en la que se vive y se bebe y donde el lenguaje se congrega como una acción reveladora y sustancialmente juguetona.

Hay una casa más en todo esto: una edificación en la que viven las cuatro estaciones a un tiempo. En ella, el poeta, auspiciado por el ocio, becado por el delirio, se ha encerrado noches y días enteros con unas ninfas libertinas, por no decir coquetas y desmemoriadas.

Es la casa del amor. Su constructor un artífice de la arqueología amatoria. Por su puesto que un tema como éste, tan peligroso como impredecible, tan cotidiano como escaso, hace que el poeta asuma su condición de novicio depravado, y que se desplace del deseo al plano erótico, de la evocación a la celebración. Es un amor de cuerpo entero y presente, su nombre por ahora, no es ausencia, ni queja, aunque sí evocación, devoción, sorpresa, júbilo que se vuelve sentido figurado. Y cuando el amor se vuelve sentido figurado el soporte no puede ser de otra manera mientras sus habitantes sean jóvenes, las ninfas muestren sus indiscretos ombligos, sus rasurados pubis y anden por el centro del poema desnudas y sin recato alguno. Esa casa es entonces la casa que arde de noche y de día y se combina con alternadas erecciones. Es una casa bella por fuera y por dentro, sublime, podría decirse.

Hay una casa más en este libro de Javier Acosta, ganador el año pasado del Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde. Se trata de una casa habitada por la parentela. El poeta, lo sabemos, no se hace sólo. Sus lecturas, sus obsesiones, sus santos patronos de la poética, se van encargando de hacerle la vida menos escabrosa. Los inquilinos de esta morada, de acuerdo a mi lectura del libro, son: Horacio, con su perorata del apestado en la da lecciones sobre el arte de beber; Li Po, por supuesto; Charles Simic, el doctor Freud, Harpo Marx, Tom Waits, Basho, Ulises, Penélope, Schopenhauer, Pessoa. Un árbol familiar, por lo demás, rico en diversidad.

Una última casa es construida por el autor de Regla de tres. Es una casa inusual en las zonas semidesérticas, es decir, hablamos de una casa líquida. Puede ser de agua, quizá de orines, pero sustancialmente se trata de cerveza o de alguna bebida que embriaga. Todo parece estar edificado sobre agua, sin que por eso se desmorone. Y ojo, las lágrimas no forman parte de ese torrente.

Regla de tres ofrece una lectura fresca, que se apoya en la tradición y la enriquece ofreciendo al lector un menú que atrae porque aunque hable del amor, y hace cientos de años que se habla del amor, Javier Acosta por la renovación en la forma de cantarle a este amor. No es un amor acuoso, ciertamente, aunque el libro sea un poemario líquido, sino un amor que se forma en los charcos de la luz y que hace que el verso libre se constituya en una herramienta sonora.
Margarito Cuéllar

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