Soldadera 136

RETORNOS Y VENGANZAS: DE LA BARBERÍA AL ORFANATO


Un par de films que plantean sendos regresos de los personajes protagónicos a lugares que los marcaron de por vida, aún cuando ellos no lo supieran. Dos formas de mirar el terror: con salpicadas de musical y con eje argumental dramático. Veamos.

SWEENEY TODD: EL MUSICAL SE TIÑE DE SANGRE
La venganza no redime, subyuga. Por eso el barbero londinense Benjamin Barker mantiene todo el tiempo, desde su regreso del injusto exilio al que fue remitido, el gesto adusto, descompuesto y desencajado, aún cuando canta. El espíritu vengativo se ha apoderado de su alma y los ojos lo reflejan: la mirada no está puesta en algún lugar, sino en el vacío de quien lo ha perdido todo, incluso el gusto por el dulce revanchismo de ver a su victimario convertido en presa de sus dotes afeitadoras. Ya es demasiado tarde para sentir algún tipo de satisfacción.
Basada en la comedia musical de Sondheim/Wheeler de finales de los setenta (que retoma el cuento publicado en 1846), con guión de John Logan (El aviador, 04) y dirigida por, quién más, Tim Burton, Sweeney Todd: el barbero demoniaco de la calle Fleet (EU, 07) es una estilizada cinta gore con salpicadas de musical –y no al revés- en la que seguimos la desventura de un apacible barbero londinense (Johnny Deep, quién más) despojado de su esposa e hija por el maloso juez Turpin (Alan Rickman), y enviado lejos de ellas durante quince años.
A su regreso, ya con mechón cano y ojos circundados por ojeras permanentes, sólo mantendrá el interés vital a partir de buscar venganza y agarrar parejo a cuanto cliente se aparezca, siempre con la complicidad de una pastelera enamorada (Helena Bonham-Carter), dedicada a transformar la materia prima que produce su amado, y ahuyentando a una locuaz pordiosera ambulante, mientras que un joven marino (Jaime Campbell Bower) se esfuerza por salvar a la hija del barbero (Jayne Wisener) de las garras del envejecido juez, acaso también vacío a pesar del poder que aún ostenta.
En la línea de La leyenda del jinete sin cabeza (99) y El cadáver de la novia (06), aunque dando un giro aún de mayor violencia en comparación con la primera, y tiñendo de grises el ambiente, acaso en la contraparte de El joven manos de tijera (90), Burton se mueve como El gran pez (04) en un Londres hiperrealista y monocromático que sólo se permite cierto colorido con el rojo de la sangre y en las ensoñaciones familiares de la repostera con niño incluido, ubicadas en un mundo feliz y lleno de luz, a excepción de, otra vez, el gesto de su pareja, siempre sombrío.
A pesar de que la narrativa no fluye de igual manera a lo largo del relato, la combinación de las canciones –ese recorrido ofreciendo una afeitada ante personas inmutables- con las secuencias de los asesinatos –esas caídas de los cuerpos inermes- le dan un justo tono macabro con todo y el canibalismo involuntario, que contrasta con la idea de musical que predominó en los años treinta, de la celebración ya conocida, a la intensidad de Cabaret (72) de Bob Fosse y al drama explícito como en Bailando en la oscuridad (00) de Von Trier, pasando por el género criminal visto en Chicago (02).
Las contadas coreografías ceden protagonismo al imponente diseño artístico, a la fotografía como en tinieblas y, por supuesto, a la sangre derramada a borbotones: de la teatralidad de la fuente original, nos trasladamos a una propuesta puramente cinematográfica en la que bien se aprovechan los diversos recursos visuales tan a la mano como la navaja de afeitar del barbero poseso, ya con una sed de venganza imposible de saciar, por más gargantas que corte, incluyendo la del amenazante competidor (Sacha Baron Cohen).
Se agradece que un director tan consolidado como Tim Burton siga aceptando riesgos: con un pie en terreno conocido (el lado oscuro del mundo) y el otro en campo por descubrir (el musical con todo y sus lógicas), ha logrado seguir avanzando con una obra que al mismo tiempo puede cautivar o causar repulsión; emocionar en su dramatismo u obligarnos a voltear la mirada; involucrarnos con sus personajes des-almados o mantenernos ajenos a ellos. Ahora sabemos que esto del canto y la venganza, se lleva en la sangre.

EL ORFANATO O CÓMO REVIVIR LOS JUEGOS DE LA INFANCIA
Con una secuencia introductoria en la que unos niños juegan de manera despreocupada en un jardín, mientras se revuelven en el aire pequeñas partículas y que pudiera recordar a la libertaria y poética Cero en conducta (33) del breve maestro Jean Vigo, El orfanato (España-México, 07) recupera este espacio institucional infantil de abandonos y encuentros donde pueden convivir diversas realidades, de acuerdo a los mundos imaginados por los niños o por las realidades contrastantes que ahí se desarrollan.
Una de las niñas es adoptada mientras que el resto permanecerá ahí acaso más allá de la propia existencia corpórea. Años después, en una decisión del guión discutible, la niña vuelta madre y esposa (Belén Rueda) decide trasladarse ahí mismo para convertir el viejo orfanato en una especie de centro de atención para niños con algún problema de discapacidad (habilidades diferentes reza el falso eufemismo). Su esposo es médico y su hijo padece una enfermedad severa, además de tender a conseguirse amigos imaginarios.
Como sucedía en El resplandor (Kubrick, 80) el trío familiar se asienta en un sitio poblado de historias y secretos que se irán develando con parsimonia y consistencia, uno de los aciertos del guión, potenciados por la aparición de una extraña anciana que no dice ser quien es pero que estará involucrada con parte de los sucesos que aún se mantienen entre las paredes: cuestión de creer para ver más allá del tapiz, como bien se plasma en la presentación de los créditos iniciales.
Auspiciada por Guillermo del Toro regresando a El espinazo del diablo (01) y dirigida con firmeza pausada por J. A. Bayona, la cinta se centra en la culpa materna dentro de un contexto sobrenatural y en cómo la condena a repetir pasados se presenta en los momentos menos pensados. Un cuidadoso manejo de la cámara, salvo en ciertas secuencias que se opta por la cámara en mano, permite que los desplazamientos nos introduzcan por los diferentes recovecos de la vieja casona, casi siempre evitando el sustito facilón y desarrollando paulatinamente la tensión vivida por la madre, más allá de la desperdiciada presencia del personaje del padre.
Como en el juego de la búsqueda de tesoros, estamos ante una historia que se va concatenando a partir de pequeños hallazgos y claves encubiertas, jugando con variedad de tonalidades y con el contraste entre la oscuridad, por momentos total, y la luz, cual elemento que termina por esconder más de lo que deja ver. Las imágenes se integran en exteriores e interiores para no perder el contexto y no dejar de incidir en lo que sucede, o más bien sucedió, en el orfanato.
Tanto los encuadres abiertos como los que nos muestran el rostro de la madre, enfatizan los diferentes planos de una historia cimentada en el pasado y cuyos efectos se van develando siempre en referencia con aquél. La banda sonora, tanto la música como los efectos de sonido, juegan un papel esencial en la puesta en escena: el terror entra por los oídos para instalarse en el imaginario, a pesar de la tranquilidad aparente de la pareja tocando el piano. Bayona, un buen alumno de la tradición del género, entiende que el miedo pasa más por lo que se escucha que por lo que se ve y aunque de pronto recurra a ciertos clichés (la incredulidad de los padres, la necedad de las autoridades, la presencia rechazada de expertos en materia paranormal), consigue crear una obra por momentos inquietante, sobre todo por la dimensión dramática del relato, quizá más que por la del horror.
Queda la búsqueda incansable de una madre, lidiando con las culpas y el abandono del resto, para encontrar al hijo perdido, así sea necesario romper con los propios esquemas y creencias. Cierto, es una labor que se hace en solitario y recurriendo a los episodios más dolorosos que se puedan haber experimentado. El faro podrá volver a iluminar, el espantapájaros se podrá erguir una vez más y el mar crecerá irremediablemente: habrá que recordar los juegos de la infancia para dar cuenta de los detalles que nos lleven al redescubrimiento personal y, de paso, a la liberación eterna.

Fernando Cuevas
Nos leemos después.
Comentarios: cuecaz@prodigy.net.mx

No hay comentarios: