Soldadera 133

Nana de Txebo
A propósito de Siete palabras para que sueñes papá,
de Rodrigo Gómez. Editorial El Encialodonte,
Zacatecas, 2008.


1. Frente a nuestros padres seguimos siendo niños. La infancia es el ómphalos― el centro originario, el ombligo― de la existencia. El ombligo, la infancia, es un paraíso terrible que todos hemos perdido, y que más hemos perdido cuánto más olvidamos. Hemos olvidado que fuimos alguna vez niños, no sus recuerdos, sino su forma de ser, su forma de estar ante un mundo de suyo absurdo, ininterpretable, pero además, como única fortuna, un mundo jugable. En la niñez están, como recuerdo inicial, los padres como totalidad del mundo. La infancia como paraíso terrible que nos acompaña a todas partes.

2. Ejemplo. Recordé el otro día como salía sangre de la nariz de D., mi hermano pequeño. Cómo salía su sangre y no paraba. Tendría él unos tres años y padecía frecuentes hemorragias. Recuerdo la sangre cayendo y la desesperación de mis padres ―incluyo en ellos a mi tía D.―, omnipotentes en todo lo demás, pero desvalidos ante la sangre oscura, nocturna, de mi hermano. Recuerdo las imágenes, pero no siempre recuerdo aquello que sentía, la manera en que interpretaba, dentro de mi pasmo ―ese pasmo que es la verdadera, genuina filosofía, el casi no pensar que sólo pertenece al hombre en su estado naciente. Al ignorar las terribles posibilidades de la enfermedad y la muerte, veía a mi hermano como una especie de ángel victorioso, con su poder de sangrar ilimitadamente. Un ángel ante el cual mis padres se arrodillaban y rezaban, como queriendo calmarlo, detener su poder.


3. El valor de los Siete poemas para que sueñes papá, consiste en algo que va más allá de los siete poemas, se trata de su poder para ayudarnos a desolvidar. Cierta vocación misericordiosa. La misericordia como solidaridad humana del canto. Cantar para aliviar las penas de los niños, de los padres, de los hombres; y aún más, de las cosas: cantar para aliviar las penas de las nubes y las montañas, la pena de la lluvia y los rumiantes; cantar para que todo vuelva otra vez a soñar: todo lo que anda en vela, en pena, todas las dolorosas ánimas del mundo. La primera misión del canto es poner a dormir a los niños: «Dormir, dormir,/ que cantan los gallos de San Agustín,/ el niño llorando y el moco colgando». La primera misión del cantante es ayudar a dormir, o mejor dicho, hacer soñar a los hombres, a los niños, a las fieras, a los padres.

4. La misericordia de los Siete poemas, se encuentra dirigida ―felizmente― por la infancia. Esta, la infancia, es la edad del no saber hablar. Digamos que es entonces la más inocente de las misericordias ― quisiera entender aquí inocencia como la actitud menos interesada, menos apabullada por el mundo de la necesidad y sus padecimientos. La misericordia del padre con el hijo es la misma que la del hijo con el padre. Ayudar a dormir, ayudar a vivir. La poesía ayuda a soportar la pesada vigilia del dolor y la muerte y la transmuta en sueño vital. Recuerdo la primera revelación que tuve de la muerte, un hecho que me parecía a todas luces absurdo, no mi propia muerte que entonces encontraba imposible, sino el temor de que mis padres pudieran, ellos sí, morir. «¿También tú te vas a morir?», le pregunté aterrado a mi padre, pero no puedo recordar su terrible o hermosa respuesta.

5. La misericordia de los Siete poemas de Rodrigo, consiste en un desciframiento del amor filial, más abismal de lo que quisiéramos indagar. Son unas cuantas imágenes que alcanzan sus mejores momento cuando se revela la figura contradictoria del padre, que aparece como un titán, un guardián de los niños, pero al mismo tiempo como un coloso herido, agónico, con esa carga de misterio que tiene, que tuvo alguna vez para todos nosotros, el extrañísimo planeta de los padres. «Te dije que mi padre y un día despertó y jamás volvió a dormir?» es el verso de cierre y también el comienzo de la elegía de un padre que vive y muere perpetuamente, con todas sus cosas girando alrededor, imantándolo todo, los zapatos, los pañuelos, los discos, sus canas, sus poemas, introduciéndonos en ese infinito insomnio de la muerte.

6. Debe buscar aún, el autor, otros fondos, otras órbitas. Todavía más en ese otro retrato, ese grabado que no es el de la portada exterior, sino en la interior, ese desequilibrio interno de todas las cosas, incluso del padre, incluso del hijo, incluso de la vida, incluso de la muerte, que nos permite aún vivir soñando y que está ya iniciado en los primeros Siete poemas. Debe buscar, pero se ve que está decidido a encontrar, porque ha destapado ese tremendo torbellino de la infancia, esa facultad para cantar canciones que nos hagan soñar.


7. Hace unos días, desde la lucidez de sus tres años, Tx. me aclaró: «¿Sabes qué, papá? Nadie se muere en este mundo. Antes toda la gente era muy vieja, por eso se moría. Pero ahora todos somos jóvenes ―y por eso la gente no se debe que morir». Me arrodillé ante él, me abrazó, me durmió, me hizo soñar, y hasta la fecha.

Javier Acosta, febrero de 2008.

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