Soldadera 128

LA VOZ DE LOS ENCINOS

Yo no sé cómo le harían los demás, pero esa noche no pude dormir. Habíamos cruzado el arroyo del ciego y subido por la cuesta a la mesa del Novillero. Pero decidimos no llegar de noche a casa de Domingo de la Cruz para no despertarlo ni a él ni a sus sospechas. Además, el caballo y la bestia mular que traíamos ya no podían caminar.

— ¿Qué te pasa Eleuterio?, ¿por qué tan callado? No me digas que te agüitas por ese fulano ¡Pos, si eso y más se merecía el cabrón! Y no me salgas con que te arrepientes de que lo háigamos matado, porque entonces sí me voy a encabronar.
— Si nomás vengo cansado Jacinto.
Se habían dejado caer las aguas y yo estaba todo mojado. Además, por lo que había pasado me sentía mojado también del alma... y no dejaba de llover.

Nos encampamos abajito del roquedal donde empieza el Novillero. Jacinto ya había apachurrado sus orejas y soltaba sus ronquidos. Tan tranquilo se veía. ¡Pero si él mismo era el que había tenido la idea! Siempre andaba de buscapleitos y ora que se le dio la oportunidad, no la desaprovechó. Disque para ayudarme porque a mí me faltaban los talayos para hacerlo. Si por algo se le acusaba de haber matado al difunto Juventino. ¡Quesque lo había perdido el kieri en la barranca!: —¡Si les digo que estaba como sonámbulo!, ¡si lo jalaba pa que dejara de caminar! Tenía tantas juerzas que sabrá de donde las habrá sacado—, sabía decir.
Nomás estaban solos ellos dos pero lo que lo salvó fue que el curandero platicó con la flor de kieri que estaba en la barranca y que le había preguntado si ella lo había jalado de a de verás y… pos que sí, que ella lo había tumbado, durmiéndolo y hablándole pa’ que cayera en el precipicio. Ya después nadie averiguó más nada. Pero pos quien sabe.

Las nubes se veían coloradas y corrían rápido. Nomás se veían las siluetas de los encinos que se meneaban con el aire. Yo me había sentado en el único lugar seco que encontré, desde donde veía las nubes que parecían como de lumbre y las sombras negras, negras de los encinos.
Ahí fue cuando me di cuenta que los encinos ya tenían largo rato diciéndome cosas sin que yo me diera cuenta; ahí fue cuando el calosfrío me agarró todito el cuerpo y ahí fue cuando me di cuenta que la voz que canta de noche en los cerros es la del mismito diablo, o la de dios, que a lo mejor son lo mismo.

— ¡Agárralo bien y no lo sueltes!
— ¡Jijo de la chingada!, ¡ya me cortó la mano!
— ¡No lo sueltes! ¡Ahí va…!
¡Pum!

— No creo que vengan los guachos muy cerca. Ahorita si apenas se estarán levantando y caminamos casi toda la noche. Además, no creo que les urja vengar mucho al Manuel. Ya llegamos con Domingo. No digan nada.
— ¡Quióbole Jacinto!, ¿qué andan haciendo tan temprano por acá?
— Vamos para la costa Domingo. A trabajar el tabaco, ya ves que aquí la cosa está muy dura.
— Ah, ta güeno, pos pásenle. ¡Vieja!, calienta las tortillas pa la visita

Comieron.

— ¿Entonces a quien mataste Jacinto?
— Yo a nadie, nunca haría una cosa de esas, ¿por qué iba a hacerlo?
— Eso si quién sabe. Te lo digo por la mano ensangrentada de Eleuterio, cosa rara pa’ quien camina en la noche. Además, anoche el viento no me dejó dormir del puro ruido y ya sabes que dicen que el viento anuncia las visitas en los sueños y también lo que éstas se traen.
— Mentiras Domingo, mentiras que decían los abuelos.

Aunque estaba oscuro, me miré la mano cuando entendí al fin esas palabras. La vi llena de mi sangre y de la suya y entonces me caí en el suelo. Porque era cierto. Recordé que después que lo matamos, vi que la cara de Manuel era igualita a la que recordaba desde que era niño: tumbada con los ojos abiertos en el patio de la casa. Justo cuando el mismo Manuel limpiaba el cuchillo con el que acababa de matar a mi padre.
Ahora su cara y la de Manuel eran la misma en mis recuerdos. Y era el viento que pasa por los encinos el que me lo había secreteado aquella noche, abajito del roquedal que sube al Novillero.

Guillermo Nelson Guzmán Robledo

No hay comentarios: